ANTI-FOLK
AMOR, HUMOR E INTELIGENCIA
por SERGIO MONSALVO C.
El término “Anti-folk” es, a pesar de su relativamente poco tiempo de andanzas, todavía nebuloso. Tanto sus definiciones como características tienen tal cantidad de matices como el número de sus intérpretes.
Sin embargo, hay algunos rasgos comunes: en sus letras hay sustento de política social, en la observación o en la acidez crítica (cuyas raíces pueden llegar hasta los sesenta o aún más atrás con el Dadá, el Cabaret Berlinés de los años treinta o autores como Kurt Weil).
Es un subgénero culto e hipermoderno de una época que se distingue por la convivencia de todas las épocas, en el mismo tiempo y en el mismo espacio.
En lo emotivo, sus intérpretes tienden a evitar el drama en seco (como se hace en el folk del mainstream, cuyos puristas son tan dogmáticos y solemnes por igual tanto en la derecha como en la izquierda. Ambas facciones se escudan en los anquilosados nacionalismos y en la bandera de “la identidad”, un pensamiento muy primitivo y fascista. Ejemplos: el country del profundo sur estadounidense, por un lado; el “canto nuevo” latinoamericano, por el otro).
En el anti-folk hay seriedad en el fondo de los tratamientos temáticos por mucho humor que manejen sus exponentes, es decir, toman el humor en serio. Es un elemento fundamental de este subgénero que subyuga: tienen un sentido del humor fascinante con el cual observan las relaciones humanas.
Saben sus ejecutantes, por otro lado, que si el humor no se usa en este tipo de repertorio se estará sometido a la tiranía de lo literal. El humor sirve para matizar la fealdad del mundo. Por eso sus piezas hablan con ironía de las necesidades de elección ante una realidad impuesta.
En lo musical no son afectos a la sofisticación (prefieren mayormente el lo-fi), pero sí lo son a la experimentación indie (con sus mezclas genéricas e instrumentales). Son amantes del folk en todas sus manifestaciones estilísticas (country, bluegrass, swamp, zydeco, etcétera), pero sin las pretensiones (solemnes y nostálgicas) ni el halo trágico que han mostrado a lo largo de la historia muchos de sus exégetas. O sea, son anti-folk.
Este movimiento nació casi desahuciado, como otras músicas, en Nueva York. Lo hizo con sus predecesores durante los años ochenta (1984, para ser preciso) y nutrió del punk sus novedosas actitudes y hechuras.
Por lo mismo, por aquel surgimiento al margen, ubicó sus raíces en los clubes más off de la escena folk del Greenwich Village. Lugares como The Speakeasy o The Fort son sus referentes iniciales; y personajes como Darryl Cherney o Roger Manning, sus padrinos de bautismo.
The Big Bang fue el primer colectivo que aglutinó a los músicos seguidores de la corriente. En los siguientes años se creó el New York Antifolk Festival en respuesta al folk establecido y comenzó su andar por el mundo (con el tiempo ha cristalizado en una expresión importante dentro de la música global).
Resulta contradictorio por el epíteto “anti”, pero al gran listado de músicos inscritos hoy en el aún joven subgénero lo que le sienta a todas luces y en primera instancia es el folk. Pero no ese folk huraño y minimalista (tan tradicional como aburrido en muchas ocasiones) que tantas bandas o solistas estadounidenses han presentado a través de la historia de los últimos años.
En general, los hacedores del anti-folk no son proclives a hacer torch songs puras, y tampoco necesariamente en la ruta exclusiva de las baladas acústicas, sino que las suyas se pueden (o se deben) corear en voz alta y sobre todo en colectividad.
En lo esencial (y por lo general con sus grandes excepciones) miran hacia la música de autor, el alt country, la de enterteinment, el rhythm & blues, la balada del primer rockabilly o del doo-wop más clásico, con variedad instrumental (incluyendo juguetes), pero poniéndole una intensidad y un nervio más propios del indie y sus alternatividades.
Tienen también ese descaro y ese punto amateur que los emparenta con muchos solistas y grupos olvidados o ignorados en su momento como Phranc, Uncle Tupelo o Son Volt, como ejemplo y claro precedente.
En la primera década del siglo XXI, los practicantes de tal música, como The Moldy Peaches, Adam Green, Beck, CocoRosie, Leslie Feist o Vetiver, entre otros antifolkloristas, lo utilizan como reacción a los caducos estándares de ese género y lo que tradicionalmente simbolizaba en la Unión Americana, primero, y luego en cada región del planeta.
Los anti-folk más actuales le rinden homenaje igualmente a aquellas canciones románticas de amor y desamor, tan desesperado y desenfrenado el uno como el otro. Un homenaje en baja fidelidad (lo-fi), como emblema estético.
Asimismo, sus glosadores pueden presumir, como atestiguan muchas de sus canciones, de tener una gran versatilidad y de poder ser tan progresivos y sofisticados con un solo instrumento como lo hace Andy Cavic, el lider de Vetiver, o la intérprete Regina Spektor (una de las mejores muestras), si se lo proponen.
Es curioso como partiendo de una propuesta teórica opuesta (anti) pueden sonar tan cercanos al folk de Jeffrey Lewis o Antsy Pants, tradicionales ejecutantes. Los nuevos avatares ponen un suspiro significativo donde aquellos hablaban de cuestiones sentimentales sin carnalidad.
El sonido anti-folk es en su mayor parte deslavado a propósito, a menudo caótico y con un profundo amor por los compositores clásicos estadounidenses. Esos son sus referentes comunes.
Sus mayores representantes prefieren detenerse líricamente en un acto de romanticismo (retener algún objeto, solazarse con una fotografía o evocar algún momento en particular de o con la persona a la que se amó con algún guiño agridulce) que crear un drama de película en blanco y negro para decir adiós a la pareja.
Pero que nadie se equivoque: no hablan en un folk que adormezca, sino en un anti (adornado tanto de un edulcorado cajun como de música progresiva) que hace mover el cuerpo o algunos de sus miembros.
Si bien el mencionado y arrebatado nervio indie es el pilar fundamental de sus obras, es cierto también que en los discos completos hay un mayor porcentaje de baladas que en los EPs. Pero eso no tiene por qué ser contraproducente. Al contrario, es un gancho con el que atraer al escucha desprevenido o inocente y darle el tratamiento inesperado: el de la inoculación de su mordaz veneno a través de los chochitos.
La universalidad temática que hay en la tristeza expresada en sus canciones más populares (añádase el título preferido), aunada a las tentaciones como las de relacionarse con alguien inconveniente o la devastación emocional tras una ruptura, hacen que esas canciones toquen severamente el músculo de las sístoles y las diástoles: el corazón.
El anti-folk ha incluido tantas piezas en su temprana historia y las ha hecho tan conocidas que resulta inevitable que el efecto sorpresa se evapore un tanto para quienes lo han seguido desde sus orígenes. Pero eso no hace que la escucha de cualquiera de sus ejemplos sea menos excitante y enriquecedora para la educación sentimental de cada uno. El siglo XXI tiene con el anti-folk una de las mejores escuelas para ello.
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