719. “El evangelio del desprecio” (Gustave Flaubert) (I) (Libros canónicos 48)
A mediados del siglo XIX, el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880) escribió a su colega George Sand lo siguiente: «Usted no sabe lo que significa estar sentado todo el día con la cabeza entre las manos, devanándose los sesos por encontrar una palabra». Desde entonces esta queja sobre el tormento de escribir aparecería siempre en su correspondencia.
Efectivamente, durante días enteros Flaubert se paseaba entre los muebles de su casa para que le llegaran los pensamientos. En una semana producía apenas dos páginas. Jaquecas, dolores de estómago, serias perturbaciones y depresiones nerviosas lo castigaban, y siempre le quedaba la duda en sus textos de nunca escribir lo que realmente quería.
Como él mismo sabía, su vida era intrincada, demencial y estaba sometida a un ascetismo autoimpuesto, que lo mantenía erguido y que lo derrumbaba, al mismo tiempo. En medio de un mundo para él necio, embustero y vulgar, quería crear en el arte un campo de autenticidad. Prefería morir antes que abandonar el deseo de buscar siempre la única palabra correcta; prefería dejarse desollar vivo antes que escribir un lugar común, un cliché, una frase hecha.
Flaubert, que procedía de un espacio geográfico y social amigo de las galas de la lengua, no se reprimió de salpimentar sus escritos con las palabras justas, que muchas veces a otros de su medio les parecían inusuales o prosopopéyicas. En primera instancia lo hacía por el afán lúdico de no dejar palabra sin pulsar; y, en segundo término, por lo que ahora se entiende como la posesión de un amplio vocabulario y de una vasta cultura, por ende, que a muchos les hacía sentir un profundo complejo de inferioridad lingüística, y por eso lo criticaban.
Sucedía que el escritor francés, amasado educativamente en las artes de su época, había leído, aprendido y observado con atenta fascinación acerca de su entorno, y aplicaba tales conocimientos con la mayor disciplina, eso era todo. Debido a ello, no carecía de elementos para admitir que la realidad era una invención del lenguaje, y estaba convencido del poder que tienen las palabras para atar y desatar hilos en las conciencias, propia y ajenas.
Flaubert gustaba del estilo basado en la profusión de ideas y palabras exactas. Lo contrario le parecía falso, artificial y tramposo. Postulaba con rotunda obstinación una manera llana (transparente, decía él) de expresarse por escrito, sin el obstáculo interpuesto por la tergiversación o el equívoco.
El escepticismo en este sentido con respecto a sus congéneres llegó a un punto en el que se plantó a la vanguardia de las obsesiones, preferencias y certidumbres, con tal que incentivaran la creatividad; y adoptó, entonces, en su escritura, la precisión como norma y lucha obligatoria.
Pero, además, con todo un plan lingüístico, a un fragmento de sus obras, el Diccionario de las ideas recopiladas, Flaubert quiso hacerlo la segunda parte de una novela, también fragmentaria, sobre los dos personajes Bouvard y Pécuchet, devotos de la ciencia y dedicados al estudio, y con ello realizar un fresco social de largo alcance.
Así pues, en 1850 explicó en una carta a su amigo, el autor Louis Bouilhet, el plan de un prólogo irónico sobre su «evangelio del desprecio», en donde escribiría con la intención jocosa e irónica de devolver al lector «a la tradición, al orden y a la convención».
Dos años después le escribió a Louise Colet que el dicho Diccionario de las ideas recopiladas debería registrar, en orden alfabético, todo «lo que hay que decir en sociedad para ser una persona decente y amable». Ante la acumulación de trivialidades y estulticias –pensaba Flaubert– uno debería sobrecogerse tanto que no se atreviera a hablar más, «por miedo a utilizar una de las frases que se encuentran contenidas en él».
Según el modelo del libro se obtendría así, mediante la técnica de la cita desenmascarada, a grandes rasgos, una enciclopedia de las habladurías, clichés ideológicos, frases sobadas y lugares comunes, que manifestaran claramente la estupidez de la sociedad sin necesidad de comentario alguno.
El Diccionario de las ideas recopiladas de Gustave Flaubert se volvió así históricamente moderno e indicador del futuro, porque en él nos encontramos con un escritor que no cuestiona a la sociedad en sus individuos, instituciones o formas de conducta, sino en el sustrato anónimo del lenguaje.
Hoy en día, gracias a la asunción de lo políticamente correcto y a la crítica ideológica más ridícula, se ha diferenciado y agudizado este punto de vista, y el lenguaje, en cuanto sistema de prejuicios y modelos de experiencia; en cuanto escondite de significados parasitarios; en cuanto potencia donante de la conciencia, se ha convertido en un tema principal de las redes sociales, los medios de comunicación, las tribunas políticas y por desventura en algunos eslabones de la literatura (autores, editores, libreros y bibliotecarios).
Y representa, formalmente, aquella acumulación de trivialidades y estulticias de las que habló Flaubert, así como el mayor aprecio por las censuras (auto y colectivas) que se utilizan en declaraciones, conversaciones y mensajes que giran en torno al absurdo mismo de la coerción a la libertad de expresión, un derecho civil al que tanto la derecha como la izquierda cerriles aspiran a disolver en beneficio clientelar propio (el pensamiento más reaccionario se ha disfrazado del pensamiento más progresista y está imponiendo la censura de las ideas y el puritanismo. Una auténtica distopía social).
Para todos esos puritanos ofendidos que usan el dedo flamígero para señalar “incorrecciones”, el mundo, entendiendo el término tanto en sentido ontológico (todo cuanto no soy “yo”) como en lo que concierne a la totalidad de la experiencia (“que debe ser única y sólo la nuestra”), se parece cada vez más a una caricatura grotesca.
El rock al que nada de lo humano le es ajeno, ha tomado a Flaubert como un rockero honorífico, que le ha aportado al género concepto y disciplina, la palabra y su aplicación correcta, para cumplir con una de sus funciones: trasmitir las sensaciones, emociones y sentimientos, y las formas de vivir y sus crisis, producto de la época, tal como lo hicieron en su momento los griots y los bardos, tan necesarios siempre.
En las mejores canciones de sus repertorios se escuchan las palabras y las observaciones precisas, que han sido seleccionadas desde el arribo de la poesía y la literatura a partir de los años sesenta (con Dylan, los dos Morrison -Jim y Van-, Leonard Cohen, Lou Reed, Donovan, etcétera), así como con la interrelación con otras disciplinas artísticas y con los avances tecnológicos, herramientas todas para alejarse de la vulgar tiranía de la corrección política y de los lugares comunes.