616. Mark Lanegan (Laberinto de sí mismo)
El oscuro hilo del malditismo que teje la música con tragedias y la vida de diversos artistas tiene un rasgo común: mueren jóvenes (relativamente), han sido coetáneos de un tiempo sombrío (como el actual), abren sus respectivos campos estilísticos con hallazgos estéticos, pero también muestran una inquietante inclinación hacia la ira existencial y el conflicto con todo y con todos. Se vuelven insoportables para la gente cercana que convive con ellos y regularmente, también, son víctimas de su conducta.
El asunto (un tópico en el rock desde que el rock es rock, desde Jerry Lee Lewis y Gene Vincent) representa un paradigma entre lo mejor y lo más siniestro del ser humano. Sus protagonistas son puras criaturas paradójicas. Capaces de perseguir lo sublime desde un pozo de tinieblas. Son audaces y pendencieros. Habitantes de un cruce donde se descalabraba el tiempo, y escupen hacia lo alto mientras se intuyen invencibles y a menudo buscan su propia luz en las simas interiores llenas de espesuras.
La creación les sirve de tránsito entre una oscuridad y otra. Y eso es lo más encomiable de sus biografías. Construyen piezas (con canciones) y con ellas arman sus puentes hacia otro lado, con la certeza de que tampoco habrá una salida inmediata ni posterior a sus pugnas. Aumentará su ira, su conflicto, construirán otros puentes, sólidos, estéticos, sobresalientes, y seguirán sin encontrar la salida para sí y aumentará su ira…y así sucesivamente, hasta que ya no les quede combustible ni nada que quemar y se inmolarán a sí mismos.
Dejarán atrás una estela formidable de obras admirables y visionarias. Pero igualmente un saco de hechos lamentables, de anécdotas dolorosas, de relaciones rotas y valores mancillados. Serán autores efímeros o no, originales (tremendamente, en algunos casos), a los que tentarán por igual el arte y el infierno. Crearán su mito a golpe de desafíos y desarrollarán temas referenciales para beneplácito de sus seguidores, que los reivindicarán, una y otra vez, hasta convertirlos en leyenda, si su obra los sostiene o en olvido si no.
Hablamos de genialidad, ejemplos de la incorrección y la corrosión sin ademán de arrepentimiento. Encarnaciones vitales desproporcionadas, con su ingrediente fáustico. Reales e infernales. Gandules que para mal emponzoñaron su vida con el abuso y la tragedia, marcaron por otra parte en gran medida el arte rockero universal.
Esa es la consigna de los seres malditos, como en el caso de Mark Lanegan, al que no se le registre más que en esa docena de entregas en su colección solista de formas musicales, aunque en las postrimerías él mismo se concibiera como figura a la que explorar vía la narrativa, para explicarse literariamente y que se entendieran sus desbarres frenéticos, airear los sucesos, y de paso, ajustar cuentas con otros contemporáneos.
Vayamos por partes. Lanegan nació en Ellensburg (Washington) en noviembre de 1964. Una ciudad cercana al centro donde surgió el grunge, Seattle. Ahí se embarcó en tal estilo con la banda Screaming Trees, a la que lideraba con su voz grave y dramática. Y le dio otra perspectiva al grunge de los años ochenta, desde la segunda fila, tras Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y Alice in Chains.
Luego de ello, en algún momento de su carrera, formó parte de los grupos Mad Season, The Gutter Twins, Soulsavers, The Twilight Singers y Queens of the Stone Age. Incluso colaboró con Manic Street Preachers en el disco The Ultra Vivid Lament. Posteriormente, Lanegan dejó en los noventa sobresalientes y agudas obras como Whiskey for the Holy Ghost y I’ll Take Care of You, y otras tantas, hasta completar las cinco en el 2004 con Bubblegum.
A ello siguieron años de colaborar con músicos como Greg Dulli, Isobel Campbell o James Lavelle, entre otros. A partir de entonces, no hizo más que hundirse en sus propias y turbulentas tinieblas de drogadicción y depresión hasta convertirse en un músico de difícil molde que, incluso, contra todo pronóstico, experimentó con la electrónica.
Tal época de solista abarcó sus facetas de crooner disolvente, de ríspido roquero y de bluesman acerado. Poliédrico él, llegó a editar 11 discos en esas maneras. “Lo más importante en esto de la música es no perder la curiosidad”, dijo. Y ya entrada la segunda década del XXI, en sus siguientes álbumes siguió la estela de Tom Waits y sobre todo de Nick Cave.
Así lo contó en una entrevista: “En el 2012 por primera vez en mucho tiempo, me encontré sin nada que hacer y, en vez de esperar que alguien me llamara, actué yo. Tenía 48 años y, bueno, muchos de mis amigos ya estaban muertos. Cada vez era menos la gente que me podía llamar para hacer algo. Yo seguía vivo. Todo un éxito, si le echas un vistazo a mi biografía”.
En el 2020, efectivamente, la escribió. Lleva por título Sing Backguards and Weep, donde buscó reconciliarse con su pasado en un libro de memorias. Su lectura produce sensaciones contradictorias, primero por la imagen que siempre proyectó y la explicación que da de sí mismo. No hay literatura, es una narrativa con demasiado balbuceo y mucha condescendencia con sus dependencias, a las que dedica y se regodea en decenas y decenas de páginas. Lo sustancial es breve e iluminador sobre la escena grunge, sobre todo.
Es un testimonio directo, pero menor, sobre la gente con la que convivió en ese tiempo en que nació, desarrolló y feneció tal estilo (del que renegó cada vez que pudo). Es más que nada un ajuste de cuentas con algunas de sus personalidades, y un autorretrato construido a la medida, antes de fallecer el 22 de marzo del 2022, a los 57 años.
Por otro lado, lo mejor de Mark Lanegan siempre será su música como solista. Y de ese legado, su álbum Straight Songs of Sorrow (2020), es su verdadero testamento, el sonido de su repaso existencial o, de manera más poética, el soundtrack de sí mismo.
El disco es, por lo mismo, una obra hecha con material ávido y profuso (quizá ya intuía la llegada del fin) en su más de una docena de composiciones, y el crisol de una revisión profunda y visceral sobre la vida y música que lo poseyeron mientras duró su existencia.
Y, como no podía ser de otra manera, el tema inicial ‘I Wouldn’t Want to Say’ es la evocación de un momento crucial para muchos creadores del género: el dickensiano encuentro con el espectro de la trinidad berlinesa David Bowie-Lou Reed-Iggy Pop. El instante de los hechos y desechos en la vida. De la opción entre el borrón y la cuenta nueva o el desaire al futuro.
Tal circunstancia es el mejor comienzo para un álbum semejante, ya que a la postre, durante su escucha, Straight Songs of Sorrow mostrará a todos los Lanegan conocidos de una manera atingente y estruendosa. Es un trabajo de lucidez en donde el músico se descubre, se disecciona sin piedad y pone en la balanza las consecuencias de quien ha sido.
Es un trabajo con hondura que requirió de los acompañantes adecuados para semejante tarea, y cuya colaboración resulta garantía de efectividad: Adrian Utley de Portishead, Greg Dulli de The Afghan Whigs, Warren Ellis de Bad Seeds, John Paul Jones de Led Zeppelin y el reconocido cantautor británico Ed Harcourt.
Con ellos, Lanegan ofrece su muestrario de franquesas y sinceridades, de ardientes y nebulosas imágenes de rock, como ‘Ketamine’, ‘Churchbells, Ghosts’, ‘Ballad of a Dying Rover’ y ‘Bleed All Over’, así como las frágiles sensaciones de soft rock como ‘Apples from a Tree’ y ‘This Game of Love’, acompañado de su esposa, Shelley Brien, en donde rememora sus apreciados duelos con Isobel Campbell.
Con todo este conjunto de letanías y compañeros, Lanegan se eleva sobre su propia figura (a la que intentó mixtificar en el libro autobiográfico), suena épico y contundente, circunstancia ilustrada en los más de siete minutos de ‘Skeleton Key’, una composición con voz hiriente y aprehensiva, tras cuya escucha se debe hacer el gran esfuerzo de separar al hombre de la obra y apreciar en lo todo lo que vale un álbum difícil de olvidar.