600. Entonces llegó 1922… (A sacudir el lenguaje)
En los albores del siglo XX, algunos filósofos neopositivistas del círculo de Viena, herederos de aquella consigna de Newton de abandonar lo que el vulgo entendía por las cosas a través del arte, sustituyéndolo por la expresión matemática de todas las instancias (a la que ya Galileo consideraba como la lengua en la que está originariamente cifrado el libro de la naturaleza), acuñaron la despectiva fórmula “lenguaje ordinario” para designar esa peligrosa herramienta del arte, nada científica y siempre sospechosa de todo.
Con la idea de superar las “turbulencias” causadas por tal lenguaje y las “ilusiones” creadas por la elasticidad gramática, muchos científicos, naturalistas y matemáticos, investigaron las pautas de comunicación animal, con la mira secretamente puesta en la posibilidad de hallar el acceso a una verdad que soslayara la ambigüedad de las palabras en el arte y en la que no tuviera cabida la posibilidad de torcer el sentido con quién sabe qué perversas intenciones “artísticas”, pregonaban.
Entonces llegó 1922 y Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus lógico-philosophicus, dio en el clavo al protestar contra la arrogancia de sus colegas, filósofos y científicos, cuando repudiaban el “lenguaje ordinario”, denunciando en ese rechazo igualmente la ilusión de un “lenguaje extraordinario”, porque no tenemos más lenguaje que el ordinario, no hay una alternativa al lenguaje más allá de él, y sería sólo en sus márgenes en donde brillarían las demostraciones, los ritmos y las armonías.
Fuera del terreno científico, lo que luego se llamaron las “bellas artes”, por su parte, abrigaban la esperanza de descubrir nuevas formas de la percepción sensible, interior y espiritual, la estructura oculta de los cuerpos, de los sentimientos, de sus figuras, de las dimensiones y de las proporciones de los mismos, más allá de los engañosos nombres que las recubrían y disfrazaban.
La primera herramienta para hacerlo se llamó “abstracción”, en las artes visuales, que despertó la promesa de un “sistema de representación” más verdadero y auténtico que el de la tradición naturalista.
Lo mismo sucedió con el atonalismo y el posterior dodecafonismo en el terreno de la música: su llegada fue saludada como la emergencia de un nuevo lenguaje que, si al principio sonaba extraño o ininteligible, acabaría mostrándose como más adecuado que el del clasicismo vienés. Y cosas parecidas sucedieron en el ámbito de la política, de la economía o de la moral sexual. Era un tiempo en el que cada otoño se anunciaba la aparición del esperado “nuevo lenguaje”.
Entonces llegó 1922. Y lo hizo con el desfile de las letras, para crear distintas formas del lenguaje “ordinario”. Aparecieron en el horizonte un puñado de magníficos autores con sus obras y la intención de modificar las cosas. Lo lograron.
Hoy les hablaré de tres de ellos.
TRILCE (CÉSAR VALLEJO)
No sólo los músicos peruanos (país donde nació este poeta en 1892) saben que César Vallejo fue un bluesmen. Tuvo en la tristeza (elemento fundamental del género) uno de sus principales recursos, así como la ardua tarea de suspender vínculos lógicos entre palabras como estética primordial (como lo haría todo bardo del Mississippi).
Ese oficio de poeta bluesero lo condujo hacia una poesía de vanguardia que tuvo su magna obra en el poemario Trilce (1922), libro que ha dado lugar a estudiosos de la lengua y la literatura para hablar, incluso, de una epistemología propia contenida en él (vaya, sus propios instrumentos inventados): “Es seguramente el más radical de los libros en lengua española; su lenguaje dice más que lo que dice, rompiendo mucho la sintaxis; su función era pensar el mundo desde el lenguaje”, han dicho.
En efecto, la de Vallejo no fue una lengua cualquiera. Su vanguardismo lo llevó hacia el mismo nacimiento de una tristeza ancestral, como la que cantaron los trasplantados a fuerza en spirituals, por ejemplo: “Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave”. O: “Hay golpes en la vida, tan fuertes […] como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”. El sollozo de los que se han perdido. En el blues de Vallejo está esa orfandad, esa angustia, esa soledad, escrita y contada con un emotivo y singular abecedario.
La Tierra Baldía (T.S. Eliot)
Existen instantes en la formación de la cultura personal que significan una especie de conversión, cuando la materia que se está estudiando, leyendo, escuchando, investigando, deja de ser una cuestión ajena y se convierte por un tris cósmico en una revelación, en una nueva forma de estar en el mundo.
Eso pasa cuando se escuchan algunos discos o canciones que son parte de tu soundtrack (el joven y formativo que te construyó), y descubres que a través de ellos (de la intelligentsia rockera) has leído de alguna manera la obra de un escritor como T.S. Eliot, por ejemplo, que a esos músicos ha influenciado.
Que las ideas de aquél –sobre el espíritu de los tiempos, el uso de la palabra y la civilización– han sido pasadas por otro molino, el contemporáneo, pero cuya fibra y savia, se mantienen incólumes para alimentar a otra generación, que a su vez provocará con su relectura (de conocimiento o evocativa) que otra haga lo mismo en instantes como los mencionados, y así sucesivamente.
¿Y cuál es la importancia de Eliot, en este caso, para todo ello? De manera muy sintética, en extremo, la respuesta estaría en tres palabras: The Waste Land (La tierra baldía). Para llegar a esta topografía, el autor tuvo que recorrer un largo camino de siembra (del entorno) y deforestación (de sí mismo) y concluir en tal paraje frente a la penuria humana.
ULISES (JAMES JOYCE)
Imagina que estás en un bar y alguno de los ingeniosos comensales te hace, ante todos los reunidos, la pregunta retórica de cómo estuvo tu día. Y tú, calmo y paciente –como si hubieras esperado la pregunta toda la eternidad y hubieras acumulado energía y fuerza para dicho momento— te decides a contestarla no con un cliché o un “bien” al vuelo y sanseacabó. No. Capturas la atención del atrevido, y de los demás, y la contestas como si te fuera la vida en ello, literalmente.
Entonces, echas a andar el arte-facto que has armado por años y años, con un sinfín de cosas de la más variada índole. Y de tu boca salen absolutamente todos los momentos de las últimas 24 horas, todos. Con pelos y señales. Cada movimiento, cada conversación, casual o no, cada pensamiento, cada deseo carnal o no, cada conocimiento, cada recuerdo, cada acción.
Y las conexiones de cada una de esas cosas han llegado a tu mente, propiciando que tus neuronas conecten tus experiencias, de primera o segunda mano, con tus más íntimos alegatos, tus múltiples conocimientos evocados, la explicación de tus sentimientos, de tus chistes privados, de tu nombrar las cosas desde tu individualidad, y en la misma secuencia en que aparecen, sin orden aparente, pero que definen un ser y estar en el tiempo, tu tiempo, con su interior y exterior.
Y ese monólogo (coral) lo dices con una novedosa forma de expresión (digamos modernista), con técnica realista, con audacia rítmica y musical, como si estuvieras creando al mundo por primera vez. Un viaje por un solo día. Inténtalo la siguiente vez que te hagan la pregunta. Te enfundas en la piel de Ulises y te embarcas para la posteridad. La historia de lo que pase con tu relato, como le sucedió a James Joyce, será otra, igual de intrincada, porque entonces llegó 1922…Y las leyendas comenzaron.