543. Avándaro (Y mi prima Águeda)
Yo no tenía ninguna madrina que invitara a mi prima Águeda a que pasara el día con nosotros, como la del poeta López Velarde. Ella llegaba de su lejana provincia a visitarnos, pero igual con su prestigio ceremonioso. Había enviudado hacía un año, a los 25, y aparecía ahora con sus ojos verdes y sus pulposos labios que me protegían contra su pavoroso luto.
Yo era un adolescente que ya conocía la o por lo redondo, y esta Águeda me causaba calosfríos ignotos y heroísmos solitarios con su voz cariciosa, ojos verdes y labios apetitosos. Un bombón cubierto por decoro ancestral.
Contrariamente al penoso bardo jerezano, yo no adquirí la costumbre insana de hablar solo, sino con ella. Por aquellos días acababa de suscitarse un colapso hogareño debido a mi escapada a Avándaro, al festival de rock. Es más, ella llegó justo al día siguiente de mi regreso y presenció dos o tres discusiones seguidas por lo mismo.
Mi padre tratando de lograr su apoyo le asestó lo que había sido publicado en los diversos periódicos y conmovido a la siempre despistada opinión pública, y por si fuera poco se los hizo leer como a mí. Él nunca me dio la oportunidad de platicarle mis andanzas en aquel pueblo del Estado de México. Nada. Únicamente creyó lo dicho por aquella prensa (vendida y escandalosa) y de mí ni en cuenta.
Tras ello preferí no permanecer mucho tiempo en la casa y pasar casi todo el día –contra mi voluntad– lejos de la prima. Sin embargo, me pude dar cuenta de que ésta le dedicaba un tiempito a la lectura de las crónicas sobre el evento tan comentado.
Una tarde me apersoné por ahí y ella estaba sola, viendo la televisión. Tomé asiento a su lado y pretendí poner atención a lo que sucedía en la pantalla. Imposible. Oye, dijo, ¿por qué no vamos a dar una vuelta y platicamos un rato?
Salimos a caminar por todo el camellón de la avenida Álvaro Obregón y de regreso nos sentamos frente a la que había sido casa de López Velarde. Ya sin mayores rodeos me preguntó con mucha curiosidad si lo que se decía sobre Avándaro era verdad. Entonces me solté, poniendo en práctica el método mayéutico que estaba estudiando en mis primeras clases de historia de la filosofía: ¿Tú qué crees?, le pregunté.
Comenzó a recitarme a su vez los encabezados y las editoriales de lo que había leído: orgías, delitos, vestimentas estrafalarias, jipis, extrañeza idiosincrática, vicio, degradación, inmoralidad, rencor social, jóvenes que se sienten gringos, idiomas ajenos, el «Woodstock» mexicano, pobre imitación de actitudes extranjeras, nostalgia de otras latitudes, caos, sexo, drogas y rock and roll…y algunos etcéteras más, que incluían varias muertes y decenas de heridos.
Y el rock ¿qué es para ti?, la volví a cuestionar. Mencionó entonces doctamente a Enrique Guzmán, César Costa, Angélica María, Manolo Muñoz, Alberto Vázquez, al «negrito» de los Rebeldes del Rock, a Polo (tarareó «El último beso»), a los Hitters, y ya. ¿Y para mi papá y mamá, qué es?, volví a la carga: Puro ruido. Entonces le dije que para mí el rock no era ni lo uno ni lo otro.
Le platiqué de cómo me habían negado primero el permiso para ir al festival sin más trámite (yo era aún menor de edad), aunque supieran de mi afición al género rockero, y de que iba a ir con un primo y un amigo de ambos); de cómo junté los 25 pesos que costaba el boleto (que fui a comprar en mi bicicleta a la concesionaria ubicada en la esquina de Avenida Cuauhtémoc y Obrero Mundial) y lo del pasaje; de cómo tomé un camión de tercera cerca del mercado de La Merced (en la calle de Roldán) en donde compramos latas de sardinas, leche y duraznos; del viaje de cuatro horas para llegar y el buen cotorreo con los cuates y las chavas durante el trayecto; del reconocimiento en otras caras, en otros ojos, en otras risas.
Le platiqué de nuestra llegada de noche al pueblo de Valle de Bravo y la caminata a oscuras junto a cientos de semejantes hasta el lugar donde se realizaría el festival; de los aguaceros interminables y bienvenidos con gritos y música (en un escenario endeble y elevado sólo iluminado por un foco y la pregunta al micrófono de qué música queríamos escuchar, de cómo el personal gritó “¡Bluuues!” Y los músicos improvisaron una jam con él; de la convivencia pacífica y alivianadora desde el comienzo; de los increíbles baños en el río cercano, de la representación de Tommy (la rock-ópera), de las comidas compartidas, del lenguaje común, del cúmulo de imágenes; de las cosas que vendían los soldados junto con los tiras disfrazados que acordonaban el lugar; de los helicópteros de la policía que constantemente sobrevolaban el terreno, filmándonos; de las mentadas unísonas ante el hecho; de la buena vibra a pesar de la gran población ahí reunida.
Le hablé de las ganas de estar juntos y compartir cosas afines; de la insospechada sensación de libertad; del rock como motivo de reunión y no como fin; de la comunión espiritual con los chavos de otros países en los que podían hacer esto más constantemente y sin broncas; de que yo no vi ni supe de muertos ni heridos en los cuatro días que pasé ahí, como dijeron los periódicos. Pero sí de los que hubo en Tlatelolco y el 10 de junio, de lo que los mismos medios no dieron cuenta honesta.
Le dije que el rock abarcaba todo eso aquí y en otros lados y en cualquier idioma. Y si hubiera tenido unos años y experiencias más, hubiera agregado que la juventud nunca había sido tan joven como en ese momento; y que la podredumbre, la mentira y la incomprensión estaban en quienes no lo eran, y que habían inventado su Avándaro para continuar con el cúmulo de ideas anticuadas, moralistas, dogmáticas, autoritarias y, peor aún, nacionalistas, para justificar su absoluta ignorancia con respecto a los jóvenes.
(El ungido cronista oficial de la ridícula y miope izquierdamexicanasupercalifragilísticamentemarxistaleninistatrotskistaestalinista, Carlos Monsiváis, fue uno de tantos: nos tachó a quienes estuvimos ahí de antipatriotas y de cantar canciones que no versaran sobre el campesinado mexicano).
Es probable que mi prima Águeda tampoco lo haya entendido completamente, pero sus labios pulposos, sonriéndome, lo intentaron de todo corazón.