518. Diana Krall: Amar mientras se canta
Diana Krall, una jazzista originaria de Nanaimo, Canadá, y ahora neoyorkina, ha desarrollado una seguridad y madurez musical extraordinarias. Su ejecución transparente está llena de matices y sensibilidad emocional, y su habilidad en el piano es aún más impresionante al combinar el sentimiento bluesy con el swing del soul.
Fuerte como pianista y también como vocalista, Diana Krall posee un extraordinario talento para crear música que toca personalmente a cada uno de los escuchas. Todo radica en su forma de comunicar. Ella cuenta una historia, pero la deja abierta a la interpretación personal, mostrando la importancia de un enfoque emocional en la música.
La balada presenta para el aficionado al jazz varios intereses: está el aspecto sofisticado, refinado, técnicamente impecable, dulcemente rítmico, fascinante en una palabra, de numerosas grabaciones de música popular de la Unión Americana.
Asimismo, el impacto de la balada es más evidente y el jazz se congratula sobremanera en lo referente a la cantante y pianista Diana Krall. Ello se debe, sin duda, a dos cosas fundamentales: el estilo y el acompañamiento. Ella es una artista de la voz y el piano. Una que posee un swing relajado en el instrumento y una capacidad baladística pulida en el canto.
En sus discos se percibe al Nat King Cole que emociona a la intérprete, pero al igual se descubre a la mujer que da vida a un estilo lleno de sorpresas y sentimientos. La de Diana es una voz fresca, plena de soltura y de presencia en las melodías románticas. Las suyas son interpretaciones sin fallos que encuentran en las cualidades rítmicas una forma de alcanzar el cielo por los oídos.
Esta belleza jazzística creció en la Columbia Británica, Canadá, donde nació el 16 de noviembre de 1964, y llegó a los Estados Unidos a comienzos de los años ochenta para comenzar sus estudios en la afamada Berklee School. A la postre tomó clases particulares con el pianista Jimmy Rowles y fue promovida por Ray Brown, quien ha sido su padrino y mentor en el medio.
El resultado de todo ello no es sólo un bonito currículum, sino también un cúmulo de cualidades musicales insoslayables. Krall tiene una voz relajada y flexible y su estilo vocal mantiene la personalidad en temas por demás recurrentes. Sin embargo, su aportación más importante en este sentido es la atención que logra de manera contundente en sus introspectivas interpretaciones de las baladas, las cuales convierte en un auténtico y delicioso banquete pleno de intensidades evocativas.
Diana Krall toca el piano muy bien, alternando entre un estilo bluesy con el swing de Oscar Peterson y la sofisticación voluptuosa de Bill Evans. Ha desarrollado un aura enteramente nueva para la balada. Al escuchar a una pianista que canta, o a una cantante que toca el piano, se tiene la impresión de que se trata de dos personas diferentes. Ella no sólo aprovecha esta circunstancia, sino que asimismo funde su particular voz y considerable técnica en el piano con el espíritu musical del jazz, del jazz auténtico. Hay mujeres que aman mientras cantan, y ésta es una de ellas.
Puede haber noches heladas, pero cuando sea preciso ahí estará ese piano, profundo cual soplete de pasión al templar lentamente los herrajes del alma. Es importante insistir: lentamente, pues la de Diana Krall es despaciosa seducción, ardor que se dilata, temblor a media médula y la melancólica sospecha de que el placer no vendrá solo.
La voz de Diana, por cierto, no es un instrumento como el que tenía Sarah Vaughan. Ella no es más que otro músico. Toca el piano y usa el canto para narrar algo. La garganta de Billie Holiday no quebraba los vitrales de las catedrales, pero hacía, y aún hace, volar en pedacitos las válvulas del llanto.
Y si bien la Krall —a quien las grandes comparaciones intimidan más que las grandes audiencias— no es una cantante negra, solamente un experto vería la diferencia. Un experto ciego, por supuesto, ya que así es, a ciegas, como mejor se palpan las texturas de su voz, la tersa piel del piano, el cúmulo de lágrimas que aguardan por los tímpanos, los pómulos, la lenta noche lóbrega que gime justo ahí, en su negro interior.
Canta el jazz, sí, pero sólo si la palabra jazz significa libertad de crear, de improvisar. Juega con fuego. Y lo sabe. Y le gusta. Si bien su equipamiento —la voz, el piano, y digamos que unos ojos muy convincentes— bastaría para instalarla en las más luminosas cimas del pop, ella persiste en alcanzar otras alturas. Por eso no le teme a los estándares, a asumir el reto con “Boulevard of Broken Dreams”, por ejemplo, y así arrastrar el piano y la voz hasta que cada sueño punce.
Ella creció escuchando standards. Y ahora, cuando tiene que elegir un tema para cantarlo, escoge exactamente el que le gusta. El que le dé más libertad para hacer su canción. Contar historias, eso es lo que hace. Sí: es Diana Krall quien narra las historias, pero su piano y su garganta se encargan de desnudar a los protagonistas.
Claro que para hacer lo que hace se necesita de facilidad técnica, pero también de la capacidad para disfrutar. Interpretar es un acto tan creativo como el de inventar. Se necesita madurez, confianza en uno mismo. Las grabaciones de Diana contienen una deslumbrante colección de piezas escogidas con cuidado por ella misma y por el director del sello y productor Tommy LiPuma. Éste tiene una gran intuición acerca de la música indicada para cada artista.
Para sus aventuras, la cantante y pianista se reúne en el estudio con sus compañeros musicales. Todos, extraordinarios músicos que ocupan un lugar especial entre sus preferencias. Toda la música se ha dado así de manera muy orgánica.
Las interpretaciones que Krall hace sirven de marco perfecto a un estilo vocal romántico, así como para su habilidad consumada al agregar un giro fresco a baladas de jazz probadas por el tiempo. Su fraseo impecable y poderoso dominio de los matices, en combinación con la claridad de su obra pianística y las ejecuciones notables de sus acompañantes, otorgan a todas las canciones un sonido instrumental pleno y un fuerte swing.
Muchos de sus temas evocan los exuberantes paisajes de su tierra natal y ofrecen una visión íntima de sus raíces, constituyen una mirada hacia su pasado, sobre las cosas importantes para ella como cantante y la fuerza de todo tipo de amor: familiar, de amigos, romántico. “El amor es chistoso, travieso, triste, lleno de regocijo… todas esas cosas”, ha dicho la pianista.
El talento de Diana Krall ha tenido muchos reconocimientos, lo cual solidificado su reputación como artista favorita del público. Las localidades se agotan meses antes para escucharla y a su grupo, el cual ha sido elogiado grandemente por los especializados medios especializados.
Ha sido fascinante observar cómo la carrera de Diana Krall ha florecido dentro de la música. De un promisorio comienzo a Turn On The Quiet (sin contar su siguiente dueto con Tony Benett), nominado a los Premios Grammy, la pianista-cantante se ha hecho un importante lugar dentro del medio. Detrás de esa voz se arrastra un piano íntimo y escurridizo, de repente furtivo del silencio, súbitamente como beso en mitad de la noche.