Tardaron una semana en descubrir el cadáver de la anciana. Un iracundo comité de vecinos de aquel vetusto edificio se quejó ante los tripulantes de una patrulla —quienes hicieron todo lo posible por zafarse del asunto— del fétido olor que salía de ese departamento.
El cuerpo de esa mujer, a la que ninguno visitaba y tampoco conocía, estaba en avanzada descomposición.
Luego de cierto ajetreo se llevaron los restos. Tardaron en definir su situación, con eso de la simplificación administrativa, los ires y venires de los policías a la radio de la patrulla; los agentes judiciales que también se presentaron y quisieron sacar provecho del asunto; los interrogatorios que se centraron sobre todo en las jóvenes del edificio, en los sospechosos —casi todos—, la tardanza del Agente del Ministerio Público y de la ambulancia que transportaría el cuerpo, al que finalmente se le diagnosticó «muerte natural».
Sí, se llevaron el cadáver al igual que las cosas de valor que tenía la anciana en su casa: «Son pruebas», dijo uno de los agentes. A Lucio, el gato, nadie le hizo caso.
El felino todavía pasó dos o tres días por ahí antes de decidirse a abandonar el hogar. Cosas del instinto, la soledad y el hambre. Durante ese tiempo salió y entró por la ventana del baño para contemplar a la gente y escuchar el estruendo de la calle.
Cierta vez incluso se atrevió a acercarse a una señora parada en la banqueta y se frotó contra sus piernas. Era cariñoso por naturaleza y estaba acostumbrado a la reciprocidad. La mujer sorprendida lo contempló y acarició durante unos momentos antes de irse. No podía llevárselo consigo, aunque en lo íntimo lo hubiera preferido a los otros animales que tenía en casa.
Lucio regresó una vez más al departamento, pero de alguna manera comprendió que se había quedado sin hogar y sin comida casera. Decidió partir. Oteando fue de un lugar a otro sin ton ni son, hasta que por fin dio con un parque en el que se sumó a otro par de gatos errabundos.
Ése fue el inicio de una comunidad de abandonados que vieron surgir, así, el retorno a una vida libre y primitiva.
Los mininos atrapaban a los pájaros, ratones y lagartijas que surcaban el lugar. De esta manera pasaron buenos y malos momentos, pero en general la llevaban bien.
Algunos de los gatos eran hembras y pronto hubo un gran y sustentable desarrollo demográfico, salvaje. Tan salvaje y feliz como si no estuvieran viviendo en medio de una ciudad, rodeados de casas, autos y calles.
Sin embargo, llegó el día en que en aquel jardín se apersonó una pandilla de vagabundos, devotos peregrinos del alcohol del 96º, que al darse cuenta de que había ahí un buen refugio, con techo bajo el cual dormir, decidieron tomarlo para sí. Pero como estaba ocupado por un sinnúmero de gatos, se asignaron un primer objetivo al sentar sus reales en dicho terreno: la cacería de los mismos, para poder enseñorearse a plenitud.
Unos cuantos felinos lograron escapar trepando por los árboles o sumergiéndose en coladeras destapadas. Pero a Lucio lo atraparon. No sólo estaba haciéndose viejo y menos flexible, sino que también lo atacó una antigua costumbre: su apego a los humanos, producto de aquella vida con la anciana que lo crió. Se mostró amistoso con esos personajes y no huyó.
Hoy, todavía quedan algunos restos de él adheridos al asfalto de la calle cercana. En realidad muy poca cosa… ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
II
CAT’S BLUES
Habíamos decidido vivir una temporada en aquella ciudad. Pero dicha temporada se alargó y ya no se le veía un fin cierto. No había problema. Nos gustaba estar ahí y el departamento que ocupábamos tenía cerca todo lo que necesitábamos.
Cierto día me tocó ir al supermercado por los víveres. Fui caminando en vez de hacerlo en la bicicleta, era un sábado. Al volver crucé por un pequeño jardín y ahí estaba. Un gato asoleándose. Sucio, pero gustoso. Le di los buenos días y continué mi camino.
Al llegar al departamento me di cuenta de que el gato me había seguido, quizá por el olor de alguna de las cosas que había comprado. Debía tener hambre. Lo dejé pasar y en la cocina le serví una lata de sardinas y agua en un platito. Lo engulló todo rápidamente.
Mientras lo hacía yo me fui a mi despacho donde tenía una ventana que daba a la calle. Cuando terminó, el gato fue a donde yo estaba y se trepó al borde de la ventana, se puso a lamerse el pelaje y luego se durmió enroscado. Era un gato adulto.
El caso es que pasó el tiempo y el gato pasó a formar parte de la familia. Mi compañera lo aceptó de buena gana también y le puso el nombre de Paco. El cual no molestaba nunca.
Un día llegó a vivir al edificio un nuevo inquilino. Era músico, trabajaba por las noches y dormía durante el día. Antes de irse a trabajar, al caer la tarde, ponía en su aparato de sonido un disco de blues. Siempre el mismo.
Nos dimos cuenta, luego de un tiempo, de que el gato en esos momentos se metía nuestra recámara y se subía a la otra ventana, que daba a un cubo de luz en el interior del inmueble.
Se sentaba con la mirada fija al frente y movía lentamente la cola. De vez en cuando se lamía una de las patas traseras como curándose una vieja herida. Al terminar una canción, la misma, se bajaba del alféizar y se iba al sillón de la sala. Se enroscaba y dormía durante horas.
Por curiosidad le pregunté al vecino qué disco era aquél. Me contestó que era uno de John Lee Hooker, del que era fan. Quise comprar un ejemplar en la tienda pero mi compañera dijo que no, que de ninguna manera. Dijo que el gato respondía a aquellos sonidos de esa forma. Era su propio ritual y había que respetarlo. Y así continuamos.
En un momento dado el músico se mudó a otra ciudad y nos regaló el disco cuando le contamos acerca del gato. Yo se lo ponía a diario y el gato siguió haciendo lo mismo al escucharlo.
Una noche ella se fue, por causas que nunca entendí. Más adelante el gato murió de repente.
Después de eso y a través de los años seguí oyendo el disco a la misma hora y, como él, miraba a través de la ventana recordando algunas lejanas heridas y preguntándome cómo había podido sobrevivirlas.