Berlín siempre ha sido un irradiador y un difusor de la civilización humana. Es un corazón que ha palpitado fuerte en este sentido, en todos los tiempos. Es un centro importante para lo cultural y lo artístico, para lo filosófico y lo político; un caldero de conceptos para bien y para mal: de Prusia a Weimar, del nazismo al Muro; del expresionismo a la Bauhaus; de la propaganda del Tercer Reich al teatro inmersivo, etcétera.
Hoy vivimos en una época fragmentaria donde la velocidad y el movimiento han adquirido dimensiones tan extraordinarias como riesgosas, en un momento histórico que parece repetirse. Riesgoso por el vértigo y el atolondramiento que pueden provocar, por la falta de reflexión, ya no en un solo lugar sino en todos.
Durante los años treinta de la divulgación ideológica nazi, sus postulados, exigían hacer creer a la gente que todo se movía demasiado deprisa y eso era aterrador. La gente –vociferaban– debía estar consciente de que no se podía hacer nada al respecto. Era la legitimación del miedo permanente, en la que sustentaban su poder quienes dirigían el destino sociopolítico. El momento presente ha vuelto a retomar aquella circunstancia.
Ya no es la publicidad nazi la que lo hace sino sus herederos que ahora utilizan Internet como objeto y herramienta disuasoria. Existe la falsa presunción de que en tal instrumento tecnológico está escondida la revelación de cualquier cosa, situación, hecho o fenómeno de toda índole. Y la gente lo cree y “viaja” por la red, convencida de que en cada momento descubre las respuestas a cada circunstancia.
Cuando la verdadera intención de quienes publicitan aquello lo que busca en realidad es la turbación, la precipitación constante como acto reflejo, sin la reflexión debida. En una época cartesiana, como en la que estamos, es necesario recordar las instrucciones del mismo Descartes: primero dudar, seguido del pensar, para luego darse cuenta de que se existe por ello.
Si del Reichstag berlinés salió aquella propaganda, del teatro de tal lugar han salido también los antídotos a través del arte. Ese ha sido parte del trabajo de la compañía Rimini Protokool y su puesta en escena del concepto “inmersivo”, donde el actor es el espectador mismo, obligado a moverse, mediante el “viaje” por la propia ciudad a través de la orden robótica, los mapas tecnológicos y los audífonos y visores.
Se le presentan escenas y sitios distintos en fugaces desplazamientos con la intención de hacerlo creer, con los sentidos, que con aquel vistazo ya conoce perfectamente su entorno, sus peligros. Puro movimiento, sin pensamiento. Esta alienación se presenta como la realidad y ante ella no queda más que seguir las instrucciones.
Lo que queda claro tras esta propuesta artística es que cada uno ha de replantearse el significado de estar vivo, y que para entender el presente no hay que pasearse sobre él sino pensar desde él. Mantener un flujo de conciencia como hizo James Joyce en el Ulises, para deconstruir su ciudad, la vida y todas sus relaciones en el tiempo.
Eso es lo que no pueden hacer los algoritmos, pensar en el porqué del movimiento, en los resquemores que plantea, y no sólo ejercer en su dinámica con el objeto de desencadenar el aturdimiento frente a ellos. En estos momentos la osadía mayor es anteponer la reflexión a la velocidad, y el uso del espacio para hacerlo, para responder a las situaciones planteadas por el hoy y la sumisión que sugieren en beneficio de un sistema tirano, para el que la ubicuidad, falsa, es la píldora del atolondramiento.
Uno de los usos de Internet que hace tal sistema es hacerte creer que a base de clics abarcas la realidad del planeta, que posees el don de la ubicuidad. Si se siente ansiedad al entrar a la Red buscando paliativos, no es la realidad lo que la genera, sino el efecto ubicuo de la vida actual.
En este efecto manipulado, el tiempo no existe, sólo las llamadas de atención, las alertas que gritan a través del black mirror, las pantallas (del teléfono, de la tablet, de la computadora) que el mundo (literal y globalmente) quiere que estemos al pendiente de él sin pausas, ni descansos, que nos olvidemos de quiénes somos, que nos dejemos llevar por el “placer” constante de, precisamente, olvidarlo.
El de ahí es un mundo en el que se cree vivir estando en todas partes y en todas a la vez. Y eso no es posible. Aquí debemos recordar que una persona que busque tener presencia en dos sitios diferentes, en el mismo momento temporal, es físicamente imposible, significaría que todo lo quiere presenciar y vivir en continuo movimiento.
La ubicuidad, esa palabra de origen latino (“ubique”) que significa “en todas partes”, es un término que se utiliza actualmente en las ciencias naturales como la botánica y la zoología –donde se habla de que un organismo ubicuo es aquel que ocupa todas las áreas geográficas del planeta. Por ejemplo, las algas pues éstas se encuentran en todos los continentes así como en la totalidad de las aguas saladas (océanos y mares) y aguas dulces o continentales (ríos y lagos)–, o en la mocrobiología, donde organismos micros pueden estar en cualquier lugar: en el agua, en el suelo o en el aire.
Y si la teología la había mantenido como una característica de cualquier divinidad, la tecnología lo ha tomado para sí como una cualidad intrínseca. El sistema tirano dice que con Internet podemos estar conectados a la red en todo momento, sin importar el lugar, para estar alertas.
Eso es lo que vende tal sistema a través de la tecnología, la ilusión de la omnipresencia. Hacerle creer a las personas, a cada una de ellas, que tiene la habilidad de estar en todos los sitios precisos, en los momentos precisos, dándoles la impresión de poder estar en todas partes y prevenidos contra algo.
Eso fomenta la adicción a una tecnología que es sólo una herramienta de comunicación, de conocimiento de la realidad (siempre que haya contexto, compromiso y responsabilidad al emitir conceptos, sin anonimato) y no la realidad misma.
El rechazo o la aceptación, la indignación o la adhesión, la manifestación y el acto de asumir, ante una situación dada, ante una noticia, ante una declaración, debe corroborar primero tales hechos y no dejarse arrastrar por la velocidad que exige respuestas rápidas, inmediatas, mañana, tarde y noche, sin pausa ni interrupción y sobre infinidad de cosas.
Debido a ello la humanidad en pleno es más vulnerable que nunca, más maleable. Tratar de seguir esa velocidad, ese aparente movimiento continuo, con la ansiedad que conlleva sentirse ubicuo, hace que el espectador no viva su vida de forma natural, sino sólo la vea transcurrir por la pantalla, sentado en medio de un torrente de información, regularmente innecesaria e imparable, que busca asentarse en un lugar privilegiado en dicha vida.
Imagínese por favor el desperdicio de tiempo que tal circunstancia produce, el lugar que ocupa, la inquietud constante que provoca. Una forma de control político que ya previó la literatura, con Orwell, con Bradbury, con Huxley, y que tanto el nazismo, como el estalinismo y actualmente el capitalismo salvaje, el populismo nacionalista, han utilizado para sus intereses y contra el de los ciudadanos a quienes peroran proteger y dicen representar.