Por SERGIO MONSALVO C.

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La conocí en el coctel que organizaron los editores de una nueva revista con motivo del lanzamiento del primer número. Era una de tantas publicaciones que surgieron durante aquella época y que luego no pasaron del segundo o tercer número. El caso es que yo era uno de sus colaboradores y tuve que asistir.

Como la presentación iba a ser en una de las salas del Palacio de Bellas Artes decidí llegar temprano a la zona donde está el inmueble y aprovechar el tiempo revisando el material con el que contaba una tienda de discos cercana, un establecimiento que se ubicaba en la avenida frente al palaciego edificio. Una calle ancha, populosa, con mucho ruido y trajín de personas, autos y transporte público.

La tienda se encontraba a un costado de la Torre Latinoamericana, entonces el edificio más alto de la ciudad. Entré al establecimiento con la intención de realmente revisar acetato por acetato (aún no llegaban a nuestras vidas los discos compactos) de los anaqueles destinados al rock y al jazz en sus largos pasillos.

Cada vez que llegaba a un lugar así tenía la ilusión de encontrar algo interesante y barato. Algunas veces tal anhelo se había hecho realidad y esa sensación de descubrimiento me acompañaba en cada ocasión. Era 1980 y había música nueva por todas partes.

El caso es que después de hurgar por más de una hora en dichos anaqueles salí con un L.P. de Tom Petty & The Heartbreakers, con una portada de lo más anodina: la foto del líder de la banda. No lo conocía, nunca había oído hablar de él, así que estaba más que dispuesto a que me sorprendiera.

Con el disco en mi mano me dirigí a la presentación aquella. Era octubre y la tarde no pintaba mal. Hacía un buen clima y la plaza del Palacio estaba pletórica de gente que iba y venía de la estación cercana del Metro. Los vendedores usuales de fayuca (contrabando), de baratijas y de comida callejera. Entré al pomposo edificio.

Tras los comentarios, esperanzas y aplausos de rigor sobre la nueva publicación pasamos al coctel. Ahí la vi, parada cerca de una de las columnas del recinto. La había invitado alguien que finalmente no llegó y me dijo que estaba interesada en la poesía.

Con otros coterráneos publicaba, a su vez, una revista en uno de los estados al norte del país y quería establecer contacto con quienes hacían lo mismo en la capital. Así que ahí estaba, sin conocer realmente a nadie y con una consigna cultural a cuestas.

Luego de que conversáramos y nos tomáramos un par de tragos la invité a la reunión que unos amigos habían organizado para después. Me dijo que no podía ir porque iba a recibir una llamada importante de su padre y tenía que regresar a su departamento. ¿Tienes tocadiscos?, le pregunté.

En su coche llegamos más o menos rápido a la calle de Medellín, en la Colonia Roma donde vivía en la ciudad. Subimos y nos sentamos a beber algo y a escuchar el nuevo disco que yo llevaba, que por cierto tenía el título de Damn the Torpedoes, tan incógnito para mí como el tipo que estaba en la portada cargando una guitarra Gibson.

Con la pieza inicial, “Refugee”, cambió la cosa. El sonido enfiló derecho a mi cerebro y se hizo cargo de él, mientras dábamos los primeros sorbos y la miraba a los ojos. Eso (al parecer) las hace creer que no mientes –me había comentado un amigo–. Eso y fijarse en su boca mientras hablan. Piensan que estás poniéndoles atención cuando la realidad que imaginas es otra.

“¿Te gusta la música?”, inquirí. “Sí”, dijo. “¿Cuál?” Volví a preguntar. “Mmmmhh… Me gusta de toda”, fue su respuesta, típica por cierto. Nunca preguntó quién tocaba ni pidió ver la portada, típico también.

Con “Here Comes My Girl” se levantó a servirnos otro trago y luego hablamos de poesías y poetas con “Even the Losers”. El disco y mis impresiones sobre él comenzaron a prevalecer sobre su plática. Demasiada teoría. Las canciones, en cambio, emanaban fábulas sabias, dolidas y sencillas, ¡y esos riffs!

La escuela de los guitarristas sureños del rock estadounidense de mediados de los años sesenta realmente había hecho mella en este excelente Tom Petty, que traía además dentro de sí a Bob Dylan, como guía en sus inciertas travesías.

Ella fue incapaz de escuchar el disco y hablar de él. No soportó dejar de ser el centro de atención. Con “Century Girl” se fue a llamar por teléfono antes de que su padre lo hiciera. Petty, en medio de aquél embrujo de acordes y relatos de vida y promesas,  me señaló entonces hacia ella con la barbilla.

Ella, a su vez, saludó a su progenitor y comenzó a hablar con él sin quitarme la vista de encima. Me levanté. Cambié el disco de lado y me le acerqué. Descruzó las piernas y se irguió en el asiento. “No, papi”. Mi atención se trasladó a los botones de su blusa y se posó abierta y totalmente en sus senos. “Sí, papi”, dijo mientras Petty y sus Heartbreakers aullaban con “Don’t Do Me Like That”.

Las canciones siguientes transcurrieron entre el descubrimiento de sus recovecos y los “Sí, papi”, “Bueno, papi”, “No, papi”. Con la última nota de “Louisiana Rain” terminó también su conversación telefónica. Se levantó orgullosa. Volví a poner el disco y Tom Petty, los Heartbreakers y yo le dedicamos nuestra absoluta concentración el resto de la velada.

Durante un breve tiempo Damn the Torpedoes fue el fondo musical de nuestros encuentros. Sin embargo, un día ya no encontré a Tom Petty, ni a los Heartbreakers ni a ella. Desapareció sin aviso, sin explicación y también con algunos de mis libros y aquel disco.

A Petty pude seguirle los pasos. Readquirí el álbum perdido, conseguí los anteriores a él y me volví su fan y de la corriente que representaba. La música que grupos como el suyo tocan es como la gravedad, puede hacer que las personas se acerquen a ella sin otro fin que la empatía.

La atracción de su sonido, pura y fielmente rockero, es una fuerza natural en la que no hay intereses más allá que los de unos por escuchar con atención las historias de los otros, con los que comparten la propia experiencia cotidiana, mientras una melodía, sustentada en la guitarra eléctrica y blandida como Excalibur, los envuelve a todos.

Cuando me enteré de su fallecimiento sentí lo que se siente cuando cae un paladín (uno que provocó momentos memorables en el aparato de sonido o sobre el escenario. Y siempre con una proyección que iba mucho más allá de la música. Su avalancha de decibeles no era la del estallido sino la del magma que avanza lenta y contundentemente, cubriéndolo todo a su alrededor. Era algo que una vez iniciado ya no se le podía parar y a quien lo escuchaba lo envolvía todo y le sacaba la basura acumulada y le daba una razón, cualquiera, para continuar.

La suya era una intensidad feroz, contenida, pero a la que se intuye hirviente. Definida en aquellas guitarras que hablaban de épicas escondidas y derrotas cotidianas. Como las que sufre quien ha vivido días sombríos y momentos depresivos, pero de los que se vuelve porque no hay de otra, por una adicción sin sentido por la vida.

Retornaba así una y otra vez el frágil Petty custodiado por los rompecorazones solidarios, y con ellos entonaba su un gran acervo emotivo, esas difíciles relaciones amorosas con mujeres imprevisibles o de hechos que van forjando la mística del perdedor que con el tiempo aprende a asimilar sus caídas y continuar en la brega.

Contra el destino nadie la talla, dice en sus letras un rufián tango vernáculo. Petty, con el rock and roll como aval también cantaba al respecto pero, al contrario de aquél, decía que ante dicho destino hay que echar mano del tezón y hacer savia real de cada golpe de vivencia.

Por eso sus discos son materia preciada por todos aquellos que suman –o restan– y siguen. Por eso se le va a extrañar y mucho, por eso cada noche en algún lugar, sobre un tocadiscos, volverán a arder sus canciones que iluminarán oscuridades).

Hoy no puedo dejar de tararear partes de aquel disco cada vez que oigo su nombre, y sobre todo “Refugee”, que escuchara hace años como parte de mi educación sentimental.

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