Por SERGIO MONSALVO C.

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Una de las dicotomías más recurrentes en el mundo (tanto en el pasado como en el actual y más que probablemente, en el del futuro) es la que existe entre las personas para las que el tiempo pasa rápido, y siempre se quejan por la falta de él (como el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas); y para las que, a la inversa, transcurre lento, lento, como si estuvieran esperando a Godot.

Y eso, la espera, es el veneno que deben tragar como pago por su estadía en

la vida. ¿Grandioso, verdad? Para los primeros todo transcurre conectado al alto voltaje; para los segundos la baja intensidad es su corriente. Las experiencias con el tiempo, por lo tanto, son diferentes para ambas partes y han quedado explicadas en diversas formas artísticas (la mejor vía sin lugar a dudas).

En dichas contrapartes, por otro lado, siempre también existen los farsantes y los snobs. Unos dirán que nunca tienen tiempo para nada, que no les alcanzan las 24 horas del día, cuando en realidad les sobra, su labor es nimia y buscan hacerse los interesantes. Los otros, que tienen un cúmulo de cosas y proyectos por realizar, pero jamás les llega la posibilidad por el destino en contra que les da largas a su realización, cuando la verdad es que no están preparados para ella. Volteen a su alrededor y compruébenlo.

Sin embargo, aquí, en esta ocasión, dejaré de lado a todos estos pretenciosos y me concentraré en aquella gente para la que la ralentización es en verdad la moneda corriente con la que deben lidiar en su quehacer cotidiano (las 24 horas del día y las 24 horas de la noche, así lo sienten), y saben que esa situación no cambiará jamás, porque han nacido bajo ese sino y por lo general serán víctimas constantes en toda clase de situaciones y circunstancias en que la vida los vaya colocando.

Un ejemplo simple. La virtud (o defecto) de la puntualidad. Estas personas respetan su tiempo (su valor, su distribución, su empleo) y por ende el de los demás, pero regularmente serán víctimas, como ya dije, en este caso de la impuntualidad de los otros y su infinita cantidad de excusas y pretextos (que en el fondo será la misma: “No me importa tu tiempo en lo más mínimo”). Y no tendrán escapatoria porque así es su naturaleza y les repetirán la dosis porque no pueden ni quieren traicionarse.

La espera es quizá la parte medular de estos seres. Porque ellos poseen una sensibilidad particular para percibir esos precisos momentos en los que el tiempo se vuelve en contra, no por su ausencia sino al contrario. En dichos instantes parece que les sobraran minutos, como los que se viven inmediatamente antes de una cita romántica, desde la primera hasta la última.

Igualmente, sucede durante ese lapso que precede a la realización de un trámite burocrático, en esa fila donde los turnos se hacen eternos y las miradas se cruzan con empatía o con resentimiento. Lo mismo pasa en cualquiera de las formas de espera, que van desde el alumbramiento de un bebé hasta la agonía de una persona querida y todo lo que hay en medio.

Es indudable que en cada una de tales modalidades se pone en evidencia quién o qué tiene el poder (desde una divinidad cualquiera, el destino, hasta el último representante del escalafón burocrático. Y cada uno de ellos, de manera regular, será quien haga esperar al señalado por la existencia. El dolor de la espera, en este caso, siempre estará ahí. El sufrimiento por ello será opcional para cada quien.

En tratar con la espera está el meollo de tales vidas, en su gestión. La literatura y el ensayo les han ayudado a comprender su situación, y serán autores como Roland Barthes (quien ha disertado sensiblemente acerca de la espera en el espacio amoroso), Franz Kafka (nadie mejor que él para ilustrar la burocrática) o los pensamientos al respecto de autores que van de Gustave Flaubert a Peter Handke, pasando por Robert Musil, Marcel Proust o Emil Cioran, entre algunos de ellos.

En todos destacan siempre los cuestionamientos esenciales: ¿Qué es el tiempo (y no sólo en su definición académica)? ¿Ha sido siempre igual para todos, en cualquier época? ¿Hoy se cuenta con menos de él que antes? ¿Se le puede manipular a discreción? ¿Cuál es su percepción? ¿De qué manera las recientes eras sociales (modernismo, posmodernismo, hipermodernismo) lo han acelerado y fragmentado de manera consecutiva?

Obviamente el rock ha aportado lo suyo a tal asunto, porque éste ha sido de importancia en sus cantos y en sus conceptos. Es una materia que se filtró desde el inicio del género. Está en la esencia de su naturaleza, en sus cuitas y en sus deseos. Ha sido finalmente un compañero de viaje para la música, para apoyarse, para definirse, para expresarse o para exonerarse. La llave de muchas cajas de pandora.

En sus comienzos fue una meta fundamental. El tiempo era una ganancia juvenil, el ocio. Era el objetivo a conseguir frente a las instituciones familiar y escolar, sus grandes sujetadores. El tiempo era algo que se le sustraía a lo impuesto, a la espera y cada minuto ganado debía transformarse en diversión, en huída del aburrimiento. Era el momento para pasear en el auto sin rumbo fijo, sólo por la posibilidad de hacerlo, de bailar alrededor del reloj hasta la extenuación, de pasarla con los amigos y la novia. La velocidad de los discos de 45 rpm. Los años cincuenta.

Una década después el tiempo significó el cambio. Las transformaciones, de lo interior y de lo exterior. De la conciencia frente al mundo, del movimiento entre el ser y el dejar de ser, el rechazo. La contracultura como espacio para ejercer el idealismo y la utopía, para adentrase en la dimensión mental y expandirla, para descubrir la naturaleza, la comunión. Fue el uso de los LP’s de 33 rpm. para inaugurar musicalmente la largueza, no de una puntada, sino de una idea, de un concepto, de un momento. Los años sesenta.

Diez años después el status quo quiso eliminar todo aquello, todo ese tiempo, e implantó el hueco hedonismo de la era Disco, donde el tiempo desaparecía, perdía importancia y era una piedra en el zapato de plataforma de la industria. Sin embargo, llegó el punk y con él se volvió a hablar de él y del No Future, del aquí y ahora y no más, y se revolucionó todo para entrar en el do it yourself y convertirse en dueño de su propia herramienta. Las compañías idependientes, minúsculas, individuales, impusieron su ritmo y su tiempo.

Vendría entonces, con los ochenta, la diversidad, el resultado de ese big bang punketo y ya no hubo que esperar sino ir hacia adelante. Interrelacionarse con otros géneros, sumarlos al propio que se vistió de techno, con hombreras, y se hizo peinado de salón, y se mandó hacer videos con sintetizador de fondo. El rock luchaba y reunía fuerzas para combatir el puritanismo y también para ayudar a restablecer una semblanza de conciencia social (sin dar tiempo al tiempo) en medio de las directrices mundiales (neoliberales) impuestas por el reaganismo y el thatcherismo.

La posmodernidad noventera atrajo al tiempo pasado, pero también la relación con los otros, con el resto del mundo. Fue la antesala de espera del fin de siglo, del milenio o de todo. No sucedió. Llegó el nuevo siglo y con ello el hipermodernismo, la aleación de todos los pasados con el presente, actuando al mismo tiempo, en el mismo espacio y de manera fragmentada. El apocalipsis deparado para 2012 tuvo que seguir a la espera. Como esos románticos que llegan minutos antes a una cita amorosa y siguen agonizando por la espera, su sino. El tiempo, por su parte, continua en lo suyo. Sin esperar por nadie.

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