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Para hablar de Pete Shelley se tiene que hablar necesariamente del punk británico, desde sus orígenes sociales míseros y crudos hasta la concientización y sofisticación intelectual con respecto a su entorno. Los máximos exponentes de lo primero son obviamente los Sex Pistols, cuyos dudosos y espurios objetivos (convertirse en estrellas vía la trasgresión diseñada como Miley Cyrus, por ejemplo) tuvieron el efecto colateral y opuesto de despertar las necesidades y los manifiestos estéticos de músicos más preparados como los de Clash o los Buzzcocks, por mencionar algunos.
Fue el líder de estos últimos, Pete Shelley, quien al escuchar de muy joven a los Pistols en una de sus presentaciones (en un pub en 1976) decidió participar en la escena punk desde la provinciana ciudad de Manchester. Dando con ello inicio a lo que a la postre se conocería como el origen del sonido que caracterizaría a dicha urbe.
La leyenda lo ubica como el organizador de un fracasado concierto de su grupo, The Buzzcocks, junto a sus ídolos londinenses (en el Lesser Free Trade Hall), pero cuya resonancia alcanzó niveles míticos. Tanto que la cinematografía quiso testimoniarlo en la película 24 Hour Party People (2002), del director Michael Winterbottom.
A partir de ahí, The Buzzcocks crecieron en importancia lo mismo que su mente maestra, guitarrista, voz y compositor (nacido como Peter Campbell McNeish, en 1955). El grupo fue fundado en aquel año de 1976 con Howard DeVoto (voz y guitarra), Steve Diggle (bajo) y John Maher (batería). El material de sus primeros discos se fundamentaba en las canciones escritas por Shelley durante sus años de estudiante universitario.
En su disco debut, Another Music in a Different Kitchen (1978) –un año antes habían editado un EP de nombre Spiral Scratch–, letras y música sonaron rústicas y tópicas, pero la experiencia sirvió para fijar el rumbo al que quería ir Shelley a partir de ahí. Puso en la palestra su bagaje académico y las canciones adquirieron nuevos y originales matices.
Para ellas el grupo creó una elaborada orquestación –atípica para los cartabones del punk primigenio– que incluía manejo de voces en los coros, influencias musicales del naciente rock alemán, además de una estética derivada de la New wave.
Pero en lo lírico, pues, fue donde más se destacaron incorporando a su repertorio una temática de lo más alejada de las vías del género, gracias a la pluma de Shelley: cuestiones amorosas, de identidad sexual o de clase social. Curiosamente, el subgénero no trataba entonces sobre cuestiones sexuales, ni de relaciones de amor entre la juventud. Por lo mismo Shelley llenó un nicho con sus canciones donde sí hablaba todo aquello, y se hizo de muchos seguidores para el grupo.
En sus siguientes volúmenes el meollo se concentró a medio camino entre la autobiografía y el ensayo sociológico, tratados con levedad y melodiosamente.
Shelley se tomó a sí mismo como sujeto de lo contado para comprender por qué sucedió lo que sucedió con la clase obrera en aquellos setenta-ochenta; para hablar acerca del amor y las relaciones entre sus contemporáneos y para cuestionar ideologías sobre la orientación sexual (se declaró bisexual en aquel tiempo).
Él era producto de la clase proletaria (con un padre obrero de la minería y una madre molinera). En sus temas ahondó en muchos de los problemas de tal estrato (y que hoy puntualmente vuelven a ser significativos), como el sistema escolar convertido en máquina de reproducción de las desigualdades, la estigmatización de las diferencias sexuales, el destino de las mujeres en dicho ámbito y el auge de la extrema derecha.
“En aquellos años se nos dijo que ya no existían las clases sociales, que todo dependía de la responsabilidad individual. La jodida Thatcher llegó a declarar que los pobres lo éramos porque queríamos, por nuestra propia culpa. Mi familia y las de mis amigos eran entonces de filiación socialista, como casi toda la clase obrera inglesa y combatíamos al gobierno”, recordaba Shelley.
“Pero en treinta años ¿qué pasó en nuestra historia social y política para que las familias de aquella tradición comunista acabaran votando por el Brexit y por la extrema derecha? Es la clase de transhumancia ideológica, de traición, que me llevó a largarme del país e irme al de mi segunda esposa: Estonia”, declaró el músico al inicio de la segunda década del siglo.
En cuanto a los Buzzcocks (nombre de sugerencias fálicas), éstos sufrieron el abandono de DeVito, pero Shelley los condujo con buen mano durante los siguientes años (dentro de los cauces del punk-pop) y tres discos de buena factura, entre los cuales se encuentra su magna obra Love Bites (1978) y sus sencillos “Even Fallen In Love” y “Love Is Lies”, que los llevaron a las listas de popularidad y al estrato de clásicos.
Sin embargo, Shelley agobiado por todo el trabajo de guiar al grupo y sufriendo de depresiones, decidió disolverlo al inicio de la siguiente década y lanzarse como solista, encaminado a canalizar su afición por el synth pop. No obstante la suerte no le sonrió con aquella decisión y no sucedió nada importante con él en esa época, aparte de pequeñas escaramuzas con la censura. Así que en 1989 los Buzzcocks se volvieron a reunir.
Se descubrió que no habían perdido la chispa, todos se mantenían en forma y comenzaron a realizar nuevas producciones, a trabajar con cuidado en la selección de sus antologías, del material de sus discos en vivo y a llevar a cabo giras productivas, sin ser mastodónticas o masivas. Mantuvieron desde entonces un perfil discreto pero eficaz que les garantizó, sobre todo a Shelley, llevar a cabo su labor sin presiones.
De esta manera cobraron forma los siguientes siete discos lanzados a lo largo del siguiente cuarto de siglo, entre ellos el que los volvió a conjuntar: Trade Test Transmission (1993), All Set, Modern (con el que entraron al nuevo siglo) y el que lamentablemente fue el último The Way (del 2014), financiado bajo las condiciones del micromecenazgo de parte de sus seguidores. Por ahí también aparece un álbum creado en mancuerna con DeVoto (Buzzkunst).
Harto de la situación política y social de Inglaterra, Shelley que entretanto se había divorciado y vuelto a casar y tenido un hijo, optó por exiliarse en la ciudad de su nueva cónyuge, Tallin, capital de Estonia, desde el 2012. Ahí se mantuvo tranquilo y trabajando hasta su fallecimiento repentino, a causa de un paro cardiaco, el 6 de diciembre del 2018, a la edad de 63 años.