FRANCE GALL
LA CAPERUCITA GALA
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Ella venía de París, tenía 19 años y yo nada que objetar. Cierta noche en que llovía y llovía se acurrucó junto a mí y expresó su deseo: “Cuéntame un cuento, pero que sea en francés”. “¡Tres bien!, le contesté, mientras mentalmente acomodaba a Proust, un Cognac Hennessy VSOP y una baggette con Camembert. Una vez hecho eso puse manos a la obra.
Érase que se era una muchachita llamada Caperucita (pero en francés), que vivía en una ciudad francesa y era parte de una familia francesa muy musical. Su abuelo había organizado al mejor coro de la comarca y su padre era un compositor reconocido y buscado por enormes intérpretes franceses, muy masculinos.
Ese rasgo familiar ella lo extendió hacia el canto y con encanto (enchantement, debo decir). Por mediación paterna logró presentarse en un programa muy popular de televisión (Salut les Copains, que era el jardín y vivero del movimiento ye-yé, traducción al francés del Yeah! británico). Lo hizo a los 16 años de edad, con un tema de su progenitor, que no era de su agrado.
La canción no tuvo éxito pero ella sí. Su imagen caperuchesca enamoró a la audiencia, con su voz infantil, su flequito aquél, marca de la casa, y su estampa de lolita nabokoviana. Pero no sólo a dicha audiencia sino también a una bestia solitaria que vivía en las profundidades del bosque cercano y se hacía llamar El Lobo Feroz.
Éste, ni tardo ni perezoso, le envió anónimamente muestras de su verdadero y anhelado oficio. Escribía canciones y vio en ella a la intérprete ideal. Quería que las cantara y se hiciera famosa y él por ende (para poder salir del clóset como compositor). Ella recibió el material y el hecho resultó decisivo. Dos canciones suyas la pusieron en el mismo ramillete (perdón, bouquet) en el que estaban otras flores de aquel jardin des plantes (el jardín, vamos).
La popularidad de Caperucita era tal que fue nombrada para representar a su país en un festival que reunía a todo el continente. El Lobo le envió su más reciente creación (igualmente de manera anónima) para que la cantara en dicho evento. Y como lo que tenía que pasar pasó ganó el concurso y se hizo archifamosa, pero no nombró a su compositor anónimo para nada. El Lobo se enfadó muchísimo y dejó de enviarle material.
Pasó todo un año y ella no conseguía un buen repertorio. Repetía los mismos temas en sus presentaciones. Necesitaba algo nuevo, aunque aún seguía siendo la Lolita de todos los galos, con su coqueto lunar abajo del ojo derecho y ese flequito sexy.
(Acotación sociológica profundamente francesa: aquellos años, con sus cantantes adolescentes, que eran personajes de fantasía, con su temática ad-hoc, minifaldas y botas de colores, revolucionaban al mismo tiempo la escena musical y a la sociedad de su tiempo, las muy pícaras).
“Quiero que me quieran”, expresó Caperucita en una entrevista. Y el Lobo se apiadó de ella (nunca hay que soslayar el poder de los medios, ¿eh?). Le envió su más reciente composición. Ella no estaba segura de que fuera el mismo admirador anónimo, así que decidió ir a visitar a su abuelita para saber que le recomendaba (era muy sabia la señora).
Así que salió de la Gran Ciudad y se fue caminando por el bosque infinito, rodeada de animalitos que la seguían y revoloteaban a su alrededor, hasta que en un momento dado se esfumaron y se hizo el silencio. Apareció el Lobo.
Ella no sabía qué era un lobo. Nadie le había hablado de él. Así que dejó que se acercara y platicó largo y tendido con él hasta llegar al punto que la tenía inquieta. “¿Cómo saber, cómo continuar?”. Entonces el Lobo le dijo que tenía muchas canciones escritas para ella, pero para mostrárselas tenía que ir con él a su cueva (dijo “casa” para no espantarla). Entonces ella lo acompaño y, efectivamente, había muchas canciones escritas por él. Éste le aseguró que la canción que había recibido a vuelta de correo era de él y que seguro le iba a dar los resultados esperados.
El Lobo en realidad no tenía interés culinario alguno por aquella ninfeta, lo que él quería era ser reconocido como brillante escritor de canciones. Eso de andarse comiendo a la gente que encontraba en el bosque ya había perdido su chiste para él.
Caperucita le agradeció efusivamente el regalo y le aseguró que la cantaría en la siguiente oportunidad que tuviera. Pero antes debía visitar a su abuelita en su casita del bosque. El Lobo le señaló que era una buena muchacha y le deseó bon voyage y mandó saludos a la abuelita.
Caperucita continuó su camino (otra vez rodeada de animalitos) hasta llegar a la susodicha residencia. Tocó la puerta y exclamó: “‘¡Oh, My God!’, se me olvidó el pastel. Ni modo, pero mi abuelita que es muy buena me lo va a perdonar”. Oyó algunos ruidos en el interior y volvió a tocar.
(Mientras tanto el Lobo se había zampado a la anciana para evitar cualquier pero al futuro de su composición. Forcejeó un poco con la mujer, pero no mucho. De un solo bocado se la comió y rápido se metió en la cama. “¡Entra Corazón!”, le gritó a Caperucita. Ésta entró y vio a su abuela cubierta hasta los ojos por las cobijas. “¿Cómo supiste que era yo?”, le preguntó curiosa. “¡Ah!, es que tengo las orejas muy grandes y reconocí tus pisadas”, escuchó.
“Pero no sólo las orejas, también los ojos los tienes muy grandes”, señaló la adolescente. “Sí…sí”, tartamudeó la abuela. “Son para verte mejor”. “Y también tienes una boca muy grande”, continuó aquella. El Lobo ya mosqueado por la conversación le espetó: “Mira niña, si nada más viniste a criticarme mejor es que te vayas por donde mismo”.
Caperucita muy apenada le dijo que no, que la perdonara, que no había querido ser grosera (en francés sonó muy bien aquella disculpa). “Vine a visitarte para que me dijeras cómo continuar con éxito mi carrera como cantante en la Gran Ciudad, pero me encontré al señor Lobo y me obsequió una pieza escrita por él para interpretarla (obvió toda la historia anterior) y creo que está muy bonita. ¿Tú qué opinas?” Le extendió el papel.
El Lobo hizo como que leía y al final le dijo que aquello era una maravilla y que seguramente le iba a ir muy bien, pero que no se la enseñara a su familia para que fuera una sorpresa. “¡Qué buena idea!”, respondió Caperucita, le lanzó un beso a su abuelita y salió rumbo a la Gran Ciudad.
Al llegar no fue a su casa, sino directamente a los estudios para realizar la grabación de aquel tema, “Les Sucettes” (Las lolipops). El productor la revisó y le preguntó si la habían leído sus padres. “No –respondió–. Quiero que sea una sorpresa para ellos”. El productor levantó los hombros y lanzó un “¡Adelante!”.
(Tampoco era cosa de meterse entre la chica, su familia y el detonante sicalíptico aquél)
“¿Y cómo se llama el autor?”, preguntó el mismo. “Es El Lobo Feroz”, contestó alegremente Caperucita, “Pero me dijo que lo llamara Serge”, añadió.
Hicieron la grabación y el productor le sugirió que debía interpretarla en la siguiente emisión del programa de TV al que había sido invitada. “¡Qué buena idea!”, gritó Caperucita muy entusiasmada por el futuro promisorio.
Efectivamente, el estreno en TV fue todo un éxito, con una muy atinada escenografía, llena de esculturas de enormes paletas de dulce, que enmarcaban su inocente interpretación. (Mientras, todo el personal del estudio reía entre dientes o en silencio, para sí mismos)
Los padres de Caperucita llegaron corriendo a los estudios de TV y se encerraron con ella en su camerino. Su madre le habló al oído sobre el significado de lo que acababa de cantar. Caperucita se enojó muchísimo y gritó que nunca más volvería a aceptar una canción del Lobo Feroz.
La pieza tuvo un enorme éxito, vendió millones de copias e hizo más famosa a Caperucita. Sin embargo, cuando volvió a tener una crisis como intérprete volvió a dirigirse al bosque…
A la larga Caperucita creció, cambió de estilos, se volvió seria, seria, tanto que ya no acudió al Lobo Feroz sino a su marido para suministrarle las canciones y se mantuvo varios peldaños abajo del pináculo anterior. No obstante su larga trayectoria, para el público nunca dejó de ser la encarnación del pop galo, hasta su fallecimiento a los 70 años.
El Lobo Feroz ya había muerto años antes. No a causa de los cazadores, sino de su propia vida disoluta. Dicen (en francés) que murió riéndose de sus maldades.