Samaris
El arte como solución
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Como siempre, la denuncia primera vino desde un libro y de los cantos. En el 2006, en el texto titulado Dreamland: A Self-help Manual for a Frightened Nation (Tierra de ensueño, manual de autoayuda para una nación asustada, en una traducción aproximada), el escritor Andri Magnason, pronosticó y lanzó su grito de auxilio para su país, Islandia, en contra de un modelo económico basado en la obtención de dinero fácil supeditado a la especulación financiera (bonos basura y burbujas inmobiliarias, entre otras cosas).
Ahí se pudo leer que “Durante todos estos años del boom económico, que ha pregonado el gobierno conservador, se han concentrado los esfuerzos en la expansión de los bancos, en la explotación del aluminio, la pesca y la exclusiva utilización de la energía hidráulica, cosas que tarde o temprano destruirán nuestro futuro, nuestra forma de vida y la de la naturaleza misma”.
Los cantos de los músicos de la época iban por tónica semejante, en contra del materialismo rampante, del capitalismo salvaje, del Wall Street globalizado y de la enajenación del individuo. Voces surgidas del arte, del subterráneo, que en sus pequeños nichos se debatían contra la exclusión, el engaño y “la barra libre del crédito infinito”. Nadie los leía ni escuchaba, ocupados todos los demás en seleccionar el color de su nuevo modelo de Land Rover.
Entonces vino el año 2008 y el colapso financiero que sufrió el mundo entero. A Islandia le tocó sufrir en grande. El capital accionario, las cuentas bancarias, las pensiones, se esfumaron en el aire. Todo su fue al garete (la bolsa llegó a caer un 90%, el PIB perdió 7 puntos, la moneda se devaluó y la tasa de desempleo se disparó).
La vox populi salió a la calle. El gobierno cayó, los banqueros fraudulentos fueron enviados a prisión y hubo nuevas elecciones. Se convocó a un referéndum donde la ciudadanía entera votó en contra de rescatar a los bancos y pagar su deuda externa. ¿Y ahora, cómo salir del agujero, cuál era la respuesta a tamaño reto histórico para volver a ser un país del Primer Mundo?
La solución, a contracorriente del resto del mundo (donde se subieron los impuestos y se recortaron los presupuestos en lo social), fue apostar por un nuevo pacto: el New Deal artístico. En un país como éste, con el patrimonio desaparecido y con un idioma que solo hablan sus habitantes, el nuevo gobierno decidió que para enfrentar a la crisis había apostar por el apoyo al sector turístico, a la educación y por la cultura, finalmente.
¿Por qué? Porque –lo sabían–no hay riqueza más firme que esa (la que proviene del saber), y porque en lo que había que recortar no era en las áreas creativas (educación, oferta cultural, investigación), sino en gastos suntuarios como el proporcionado a los partidos políticos o los de la burocracia institucional, puros cargos parasitarios.
Así que Islandia se volcó hacia tales industrias. Desde entonces, el impacto económico de esa actividad ha redoblado al de la agricultura y se ha equiparado al de la tradicional exportación de productos pesqueros, antaño su principal fuente de ingresos. Hoy la tasa de desempleo es del menos del 3% y el país crece a un ritmo sostenido del 4%.
Pusieron a la cultura como la base de las industrias creativas y como parte cada vez más importante de la economía. El dinero que genera desde entonces es el mismo que toda la industria del aluminio. También se puede ver en el empleo que genera el turismo cultural. Por eso decidieron construir el Harpa, un increíble centro cultural en el puerto de Reykyavik.
El gobierno aligeró la carga burocrática y otros gastos fijos y aumentó las aportaciones a proyectos culturales independientes, a la gestión de la educación. Tras la crisis, la oferta de conciertos, exposiciones, museística en general, subió al igual que la asistencia gracias al fomento del turismo en este sentido.
Crearon su gran stock de música. El 80% de los jóvenes (sobre todo en la provincia) comenzó a estudiar algún instrumento y solfeo. Y eso se tradujo en el surgimiento de decenas de grupos, que en la actualidad, una década después, ya han alcanzado prestigio internacional.
Por supuesto, la naturaleza de aquel lugar sigue siendo el primer atractivo para los turistas. Pero un 70% de éstos (los jóvenes según una encuesta reciente) lo hace ya por la música y su infraestructura. Eso fue lo que se planeó cuando instituyeron la Oficina de Exportación Musical del país, dirigida por Sigtryggur Baldursson, ex baterista de los Sugar Cubes, la banda en la que Björk militó y gracias a la cual se forjó la leyenda del sonido islandés.
Desde entonces medio centenar de grupos oriundos (siempre diferentes) hacen giras por el extranjero anualmente, apoyados por dicha Oficina. Paralelamente, ha crecido la industria del software y de los videojuegos, que proporciona mucho trabajo a gente del sector.
En el cine, una nueva ley reembolsa el costo a sus productores de cualquier película rodada en sus lares. Ridley Scott se fue ahí a filmar Prometheus, Darren Aronofsky realizó Noah y la compañía HBO fotografía locaciones para Juego de Tronos.
Creció igualmente la infraestructura teatral y el financiamiento para los escritores. El mundo se dio cuenta así del positivo accionar de un pueblo que supo remontar la crisis apostando por la cultura.
En lo musical, aparte de dicha Oficina, se fundaron dos compañías discográficas que aglutinaron a los intérpretes locales de sonidos contemporáneos: C 12 Tónar y One Little Indian, de donde han surgido grupos como Samaris (intérpretes de la música que hemos estado escuchando a lo largo de esta emisión), producto neto del proyecto islandés.
Este grupo se integró en el año 2011 con Áslaug Rún Magnúsdóttir (en el clarinete), Þórður Kári Steinþórsson (en los teclados electrónicos) y Jófríður Ákadóttir (en la voz). Su propuesta fue mezclar los sonidos electrónicos (ambient, down tempo y la influencia de Björk) con la poesía romántica islandesa del siglo XIX.
En su andar desde entonces han ganado concursos internacionales y publicado cuatro álbumes: Samaris, Silkidrangar, Silkidrangar Sessions y Black Lights y han puesto en la palestra a autores decimonónicos locales como Bjarni Vigfússon Thorarensen, Jónas Hallgrímsson, Steingrímur Thorsteinsson o Matthías Jochumsson.
Es una lírica que se enfrenta a la muerte y a la angustia existencial. Busca volver a “las fuentes”, a la raíz de los islandeses mismos, al mundo mágico y misterioso en que los dioses han gestado su mundo, construido en el silencio y en la tensión interior que nace todo aquello. En su poética.
La estética en la que se fundamenta Samaris arranca al escucha de un mundo estático, sin sentido, donde todo tiene un valor relativo, más o menos gris, y lo conduce, con la magia de sus versos, adonde todo en la naturaleza está entrelazado; a un reino en que la metáfora, la alegoría –y no solo ellas, sino todas las llamadas figuras del lenguaje y el pensamiento– son reales y tienen vida propia. Un mundo en que cada acontecimiento en la naturaleza es símbolo de una verdad inefable.
Por lo tanto, la impresión sobre la obra de este grupo señero resulta del todo placentera, debido a su gracia, claridad, elegancia inusual, a la sutileza de sus melodías y a la poeticidad con que arropan palabra y música.
Samaris es un gran representante musical de la pujante propuesta con la que el país salió de una crisis imposible. La creatividad, rodeada por aquel océano de profundidad oscilante, se libró del precipicio amenazante y fulminó un pesaroso destino con un nuevo trato y el sonido eterno salido de sus rocas.