Una leyenda
Diablos y margaritas
Por SERGIO MONSALVO C.
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El corpus del rock está hecho de sus mitos y leyendas. He aquí una de ellas. Dícese que allá, en los lejanos tiempos de fin de siglo había un rockero veterano que mascullaba sus desgracias en lujosos cuartos de hotel y en sus casas palaciegas. Su grupo ya no hacía giras mundiales continuas, ya no grababa discos, él ya ni se reunía con ellos para nada hacía años, o sea que prácticamente ya no había grupo.
Su crédito como representante de aquel género ya se basaba tan sólo en el débito, con el que desfilaba orondo por el jet set internacional y sus alfombras rojas, pero era una entelequia más que otra cosa. Tal situación no era de su agrado. Si su voraz Ego aceptaba tan procaz alimento su espíritu de artista no, y frente a sí no veía salida alguna al callejón en el que él solo se había metido.
Ahora era habitué de una corte que en el pasado buscó por todos los medios refundirlo en la cárcel y dar un escarmiento generalizado a los de su estirpe. Masivamente el mundo artístico lo defendió y la sofocante persecución aflojó y sólo fue castigado con el látigo del desprecio. Sin embargo, con el paso de los años aquella misma corte lo atrajo como uno de los suyos (ya era famoso y millonario). Él ni pestañeó a la hora de aceptar el envite.
Se subió a esa hamaca y se meció sin reparar en su entorno hasta entonces cercano. La dejadez y el canto de las sirenas lo arrullaron y él se dejó llevar al espacio del Nunca Jamás. No obstante, ahora, sentado al filo de la cama, con la mujer en turno durmiendo detrás suyo, reconocía que algo le faltaba o le sobraba. Se levantó y abrió la ventana hacia la noche cálida y el olor del afuera le comenzó a masajear la memoria y recordó.
Viajó hasta aquellos años en que alcanzó el pináculo y estaba a punto de entrar en la mejor etapa artística de su carrera, cuando desarrollaría todas sus capacidades y crearía canciones importantes, representativas y tan evocadoras como trascendentes junto a sus compañeros de grupo. Otros tiempos.
Al oír suspirar entre sueños a la mujer de hoy recordó que ante las tribulaciones y dudas que tenía en aquel pasado la mujer de entonces lo abrazó y le susurró cariñosas palabras en apoyo, pero hubo más que eso: lo llevó a una librería y le compró tres libros: uno, el Fausto de Goethe y los dos tomos de El Maestro y Margarita de Mikhail Bulgakov.
Leyó aquellos volúmenes sin parar y de forma insaciable. Los comentó en noches enteras con esa compañera, con entusiasmo y admiración ante lo escrito por aquellos románticos autores. Y se inspiró. Se sentó en la cama junto a ella y comenzó a escribir el esbozo de una posible canción. Una que reflejaba la misma cuestión esencial. La relación del arte con el artista y las sombras y luces que éste veía en tal oficio. En lo que sería capaz de hacer, de mantener de sí, en una conversación diabólica semejante y lograr la malévola dádiva de crear o destruir algo a cambio de algo vital.
Se enfrentó a su realidad, luchó con el escrito, echó mano de su mejor lenguaje para construir las metáforas y los símbolos. Goethe y Bulgakov lo hicieron en cientos de páginas magistrales, eran escritores. Él lo tendría que hacer en minutos, era un compositor de canciones. Y lo hizo. De las dudas existenciales, del apoyo femenino, de la literatura y de su propio talento, surgió una pieza que se convertiría en emblemática.
Tanto que un cineasta quiso filmar su gestación y aprovecharla como vehículo para sus soflamas ideológicas, y lo filmó, pero aquel vehículo tenía sus propias reglas y una de ellas era no servir de soporte a propaganda alguna. La película sobrevivió como testimonio de una creación musical, artística, y también como testigo para señalar lo que no era, ni podía ni debía ser: un panfleto.
La canción pasó a formar parte de un disco muy importante, sirvió para abrir ese álbum del grupo que sería a la larga la primera parte de una tetralogía magistral en la historia no únicamente del grupo, sino del rock en general. Un tema que condensaría orígenes y destinos, que contendría dramas y tragedias, que se usaría para remarcar la existencia del Mal y su relación con el hombre en otras canciones, en otros filmes, en sesudos ensayos, en referencia obligada para rememorar tiempos idos o en reflejos por venir, en tributos posteriores.
Ahora había pasado ya un cuarto de siglo. Estaba empantanado en dudas existenciales y artísticas como entonces, su grupo era un fantasma burlón y sus miembros estaban involucrados en proyectos individuales. Él estaba enredado en la alfombra roja que tanto lo seducía de manera voluntaria, pero el músico que era le pedía alimento para sobrevivir, agonizaba.
Ya no compartía sus cuestionamientos con una compañera como entonces, culta en todos los sentidos. No. Ahora estaba con una modelo, una top ten del medio, que como buen maniquí no contenía nada, ni tenía nada qué decir, sólo servirle como visutería para lucir en las fiestas y en las Discos de moda. Volteó a verla y se preguntó cómo ella podría apoyarlo. De ninguna manera. Era incapaz. Quizá nunca hubiera leído libro alguno, ni supiera quién era Margarita, ni de literatura alemana, menos rusa. Era sexy y punto. No le pedía nada más. Eso lo decidió.
Fue a otra habitación, tomó el teléfono y llamó a su antigua novia. Se disculpó por todo aquello que la había lastimado y separado de él, aceptó las palabras que ella le lanzó (cargadas de dosis de locura, excesos y deslealtades) y luego de la tormenta vino la calma. Entonces él pudo explayarse sobre su pasmo presente sin mencionarle aquella otra ocasión en el reino del pasado. Ella lo escuchó atentamente y le hizo preguntas.
Vino un silencio reflexivo y le sirvió entonces el viejo adagio del género: “Cuando no sepas hacia dónde moverte vuelve a las raíces”. “Eso es lo que debes hacer”, le dijo. “Ponte a hacer lo que más te gustaba cuando comenzaste con la música. Pregúntate ¿por qué lo hacías, qué te motivaba?
Si eso no te saca del atolladero, por lo menos volverás a divertirte y, si tienes suerte, el tiempo invertido probablemente te brinde la posibilidad de pensar en lo que quieres hacer de ti y de tu carrera, además de seguir seduciendo mujeres. Te mando un beso”, dijo y colgó. Él se quedó pensando en la conversación y supo que ella tenía razón. Ahora el asunto era otro. ¿Con quién podría llevar a cabo tal terapia, sin tener que estar peleando y sólo disfrutar de ello?
En sus inicios había sido junto a sus amigos y compañeros un misionero del blues, una música de culto minoritario y fuera del mainstream. En ese coto encontraron su plataforma de lanzamiento y realizaron proezas como introducir aquel material casi ignoto, por sus lares, en las listas de popularidad. Ahora debía hacer lo mismo, pero para su propia satisfacción.
Hacía ya tiempo que había finalizado la última gira con el grupo, sus desencuentros habían sido aireados por doquier y ahora a pesar de encontrarse en plena grabación de su siguiente álbum como solista, tenía serias dudas con respecto a la calidad de ello.
Llamó al productor con el que estaba trabajando y le expuso la idea de realizar de manera expedita una sesión de blues a la vieja usanza, directa y sin refinamientos, con él en la voz y la armónica. ¿Tenía músicos para la ocasión? Aquél le dijo que sí a todo.
Entre las recientes ocupaciones del productor estaba la de grabar en vivo a un grupo local de tal género. Le sugirió que se diera una vuelta por el club King King en el que esto se llevaría a cabo para, en caso de aprobarlo, hacer el procedimiento consecuente. Así lo hizo nuestro obnubilado personaje. Fue esa misma noche. Le gustó aquel quinteto que se hacía llamar Red Devils y hasta hizo con ellos una jam con “Who Do You Love”, de Bo Diddley.
Unos días después, a comienzos de mayo, se volvieron a reunir en un estudio de Los Ángeles. Él llevó los discos que más le gustaban para que productor y músicos escucharan lo que quería hacer. Interpretar piezas no manoseadas de tal música. No habría una segunda ocasión, les informó. Tras ello se dieron a la tarea de grabar varios temas.
Lo hicieron con el oficio y ardor necesarios. En trece horas de sesión grabaron una docena de títulos como en los viejos tiempos. “Blues With a Feeling” (de Rabon Tarrant) fue la canción insignia. Quedó tan satisfecho con el resultado que incluso se atrevió a hacer planes con dicho material. La terapia le había servido. Se sentía animado de nuevo.
No obstante, un demonio menor enviado por su Ego se dio a la tarea de susurrarle las inexistentes cualidades de su accionar individual. “El Mundo entero espera, no, reclama, tu obra solista”, le dijo. Las mieles del agazajo surtieron el efecto deseado. El material grabado aquella jornada no fue editado oficialmente.
Él se fue a terminar su segundo álbum como solista, mientras el productor y la banda se embarcaban en otra llamada igualmente sin una segunda oportunidad, ésta del Más Allá, con un vaquero camino del ocaso. La banda editó su propio King King y luego desaparecería en el desierto del ninguneo, el productor llegaría al Oasis y al Reino Lejano. Nuestro personaje volvería a las andadas, a las cuchilladas con su amigo y alma gemela, a las modelos, a las Discos y a las alfombras rojas. Pasaría otro cuarto de siglo antes de sentir la misma nostalgia.
El inédito material se inscribió como de culto y siguió su propio camino hacia la luz y la leyenda. Yo lo encontré publicado con el nombre de The Famous Blues Sessions, bajo el sello Rabbit Records, en el sótano de una tienda de discos de segunda mano llamada ?ábel, en Praga, República Checa.