Paul Auster
El sonido y las ilusiones
Por SERGIO MONSALVO C.
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El sonido puede ser prodigioso, también un regalo abstracto, una dádiva. Su música se hace espacial y sensible en la interpretación de la voz humana como instrumento con el canto, igual que la palabra en el teatro, en una lectura de narrativa o poética, lo mismo que en un buen discurso o plática.
Escuchándolo se empieza a entender de verdad toda la tremenda comprensión que hay en el arte sonoro, la tensión física requerida y expresada por él de modo que infinitas cosas puedan caber en los pocos minutos de un track, de una pieza teatral, de un cuento o fragmento verbalizado o de una idea expresada con voz sabia, intensa y llena de color.
Todo ello ayudado por los cortos segundos de silencio entre sus pluralidades, desde la percusión más bronca hasta la frágil melodía, desde la complicación suprema a la pura sensación etérea de una maestría que se escucha y se disfruta. Al hacerlo no queda más que aplaudir lo oído espontáneamente y tratar de guardar algo de su esencia en la aún más quebradiza memoria, plagada de esas ilusiones.
Ejemplos tengo muchos, como cualquier persona. Pero hoy me gustaría contar uno que me sucedió hace unos años cuando fui a una charla impartida por Paul Auster, aquí, en Ámsterdam. Debo confesar que es uno de mis más caros autores, casi un ídolo, así que me afané para asistir a tal evento.
Dejé mi bicicleta justo a las afueras del Museo de Ana Frank –donde encontré el lugar para estacionarla que quizá no tendría en la calle de la cita–. En el cruce donde se encuentran dos de los canales más vistosos de la ciudad: el Prinsen y el Bloemgracht.
Atravesé el puente cercano y me adentré en el antiguo barrio del Jordaan —famoso por ser quizá el más bohemio y artístico de la ciudad—. Era de noche pero el sol aún brillaba con permiso del verano. El recorrido hasta la Eerste Egelantiers Dwarsstraat, donde se ubicaba la librería a donde iba, lo hice por la Tweede, la segunda del mismo nombre, una calle anterior.
Hay numerosos bares y restaurantes concentrados en pocos metros. Heineken, Palm, Dam, Amstel, son las cervezas más anunciadas en el discreto neón de sus escaparates. En la esquina se encontraba Backbeat, la tienda de discos en vinil especializada en músicas blues, jazz, soul, rhythm & blues, ya desaparecida. Se escuchaban los sonidos del nuevo álbum de Lisa Bassenge: A Sigh A Song.
Doblé a la derecha y transcurrí por varios locales de ropa de ocasión. El clima estaba templado y había mucha gente en las mesas de las terrazas que daban a la calle. Llegué al número 52. Ahí se presentaba Auster esa noche. Encima del local se observa –todavía—una placa grabada con una mano sosteniendo una pluma. De hecho esta casa que data de 1630 es conocida como La Casa de la Mano Escribiente, que alude a la actividad literaria de su propietario original.
El sitio –que con el tiempo volvió al rubro de casa habitación haciendo desaparecer la librería– mostraba en sus vitrinas toda la bibliografía del autor neoyorkino. Destacaba por una iluminación especial su Trilogía: Ciudad de Cristal, Fantasmas y La Habitación Cerrada. Textos de los años ochenta. “De cuando Nueva York era otra”, según el propio escritor. En mesas y paredes la obra de Auster totalmente traducida al holandés. De hecho, el evento aquél enfatizaba la presentación de Book of Illutions, la más reciente edición en ese sentido.
Haber llegado con anticipación me dio la oportunidad de hojear algún volumen y de encontrar asiento. Quince minutos después el sitio estaba a reventar. Circuló entonces el vino de honor. Aquí dicho vino se comparte al principio y no al final de las lecturas, como en otros lugares en el mundo.
Por fortuna no estábamos en época de lluvias y esa noche, seguro, no le sucedería a Auster lo mismo que en 1991, cuando estuvo en la ciudad por primera vez y cuya efeméride rememoró en el libro autobiográfico, Diario de Invierno, del cual cito el siguiente fragmento:
“Y ahí estás, hace 21 años, recorriendo las calles de Ámsterdam camino de un acto que han cancelado sin tu conocimiento, procurando cumplir diligentemente con el compromiso que has contraído, a la intemperie, en lo que después se denominó la tormenta del siglo”, escribió el autor.
“Un huracán de tan virulenta intensidad que al cabo de una hora de tu desacertada y terca decisión de atreverte a poner el pie en la calle, en cada esquina de la ciudad habrá grandes árboles arrancados de raíz, chimeneas que caerán al suelo y coches que saldrán volando de su estacionamiento.
“Caminas de cara al viento, tratando de avanzar a lo largo de la acera, pero a pesar de tus esfuerzos no logras moverte. El viento arremete contra ti, y durante un minuto y medio te quedas inmovilizado”. No. En esa noche definitivamente eso no pasaría, me traté de tranquilizar.
El poder de convocatoria de Auster era patente. Ya tenía fans como novelista, como poeta, como editor, como ensayista, como guionista y director cinematográfico. Las mujeres más hermosas del mundo estaban ahí, aguardándolo. ¿Atraídas por el Libro de las Ilusiones; por esa historia del escritor y profesor de literatura que tras la muerte de su familia en un accidente se refugia en la investigación sobre un cómico del cine mudo que desaparece misteriosamente?
¿O quizá por el autobiografismo posmodernista que Auster le ha dedicado a su narrativa metaficcional? ¿O por sus juegos de intertextualidad y exploración de los límites y fronteras entre la realidad y el lenguaje? Ellas se guardaban la respuesta para sí. Mientras tanto, llevaban las copas de vino blanco a los labios, volteaban por enésima vez hacia las puertas que daban acceso al lugar, y esperaban.
Auster se presentó cinco minutos antes de la hora señalada: las 8 PM. Era (es) un tipo alto, fuerte, elegante. Con una mirada dura e inteligente. Cada movimiento o gesto suyo, resultaban sofisticados, reflexivos. Se me figuró una especie de Robert Mitchum de las letras. Duro también, con humor mordaz y espíritu crítico. Estrechó algunas manos. Se sentó en una silla tallada. Le dio un trago a la copa de tinto y atendió a la introducción que su editora hizo hacia el público heterogéneo.
Al terminar la corrigió, amable, y dijo que no hablaría sobre la literatura como arte (como subtitulaba el cartel publicitario del encuentro), de la cual señaló no saber casi nada. Se escucharon las risas del respetable, que sí sabía acerca de sus agudos ensayos y estudios monográficos sobre diversos autores (Beckett, Kafka, Céline, Proust).
Dijo, en cambio, que charlaría mejor sobre su reciente libro —“Una síntesis de mi quehacer narrativo”—, en el cual trataba los temas que más le han interesado en la vida: la soledad, el hambre, el azar, el abandono y la desintegración del individuo, teniendo como telón de fondo a la ciudad y la palabra como interconexión.
Habló pausada y claramente. Hubo humor seco, destilado, en lo que decía. El cine, la música (el jazz) y Nueva York eran (son) sus influencias directas, sostuvo. Tuvo frases favorables para el compromiso del escritor con sus lectores, “a los que siempre debe dignificar con el buen uso del lenguaje”, dijo; y duras críticas para “la estupidez del gobierno estadounidense y sus acciones”. Palabras cargadas de realismo, de rayos y centellas.
Palabras que ha obsequiado pródigamente desde hace 40 años mediante su trabajo. La hora y media en la que expuso todo eso se fue como agua, como la lectura de sus libros. Terminó la plática, hubo aplausos atronadores y largas filas para obtener una firma en el libro preferido.
A mí, la mitomanía me ganó y le solicité, absurdamente, además de una firma que me obsequiara una palabra, la que se le ocurriera en ese momento: «Sonido», dijo fríamente luego de un segundo. Así que el tal vocablo está en mi anaquel de trofeos desde entonces y al cual regreso una y otra vez.
Auster salió de aquel recinto. Se subió a un taxi Mercedes Benz negro, que ya lo estaba esperando, y se enfiló tranquilamente hacia la prometedora noche amsterdamesa.