Blue & Lonesome
El Manifiesto
Por SERGIO MONSALVO C.
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Los Rolling Stones, en efecto, el más representativo grupo de rock del mundo desde hace más de medio siglo, siempre han estado comprometidos con sus orígenes (en esencia se puede decir que para estos ingleses su cuna fue Memphis, la rítmica negra su partera, el Mississippi su cordón umbilical y Chicago su centro neurálgico).
Siempre han celebrado sus propias fuentes al respecto: desde el uso de tambores africanos al inicio de sus conciertos (el de Hyde Park es un ejemplo de ello) hasta sus cóvers de los clásicos del blues, r&b y soul para un público masivo (tocaron como proclama propia un tema de Robert Johnson como “Love in Vain”: cuando la grabaron ya tenían bien aprendidas las lecciones del reverenciado músico).
Pero igualmente remontándose en el tiempo hasta el seguimiento de su historia como grupo. Al escoger su nombre, por ejemplo, surgido de un tema de Muddy Waters, y con una peregrinación a Chicago, durante su primera gira por los Estados Unidos, para visitar el templo sagrado del blues y del r&b: los estudios Chess Records. Más en concreto, con el espíritu de tales fuentes en los mejores discos de su carrera: The Rolling Stones, The Rolling Stones Vol. 2, Aftermath, Beggars Banquet, Let It Bleed, Sticky Fingers, Exile on Main Street, Goats Head Soup y Black and Blue.
El impacto que causó la creación de los Rolling Stones, su big bang, data de su origen en el gusto por los ritmos negros. La historia del rock son sus mitos y leyendas y una de las más preciadas del género cuenta cómo dos jóvenes que no se veían desde que jugaban juntos en la infancia se encontraron años después en una de las estaciones del Metro londinense. Uno de ellos llevaba algunos discos bajo el brazo: de Chuck Berry y Muddy Waters. El otro quedó tan impresionado que inició una amistad, la cual se convertiría en colaboración para toda la vida. Ellos eran Mick Jagger y Keith Richards.
“Si te metes en un vagón con un tipo que lleva bajo el brazo la grabación de Chess Records de Rockin’ at the Hops de Chuck Berry y The Best of Muddy Waters también, cómo no va a ser amor a primera vista (…) Esa fue una de las razones por las que me pegué a él como una lapa…”, apuntó Richards en su autobiografía Life.
El ritmo negro los unió y sus mitos cimentaron y sirvieron de nutrientes para su transición musical, única y original, como rockeros. Por ello, tras cinco décadas y media de existencia y como corolario a la aparición de su álbum más reciente: Blue & Lonesome, es tiempo de echarle una mirada al momento en que se crearon y al contexto en el que lo hicieron.
“En la Gran Bretaña todos los músicos descubrieron en algún momento su identidad musical. Y su punto de partida común fue el blues”. Quien dijo esto tiene por fuerza que saberlo. Se trata de John Mayall, el cual conoció a todos los que cayeron presas del blues a comienzos de los años sesenta en Londres. Gente como Eric Clapton y Mick Taylor asistieron a la estricta escuela del blues que Mayall dirigía, los Bluesbreakers.
Otros “tomaron clases” con Alexis Korner, como integrantes de su grupo Blues Incorporated. Entre aquella multitud figuraron también unos muchachos de los suburbios londinenses que al poco tiempo se transformarían en los Rolling Stones.
Los álbumes que Mick Jagger (nacido en 1943) traía bajo el brazo cuando en octubre de 1960 volvió a ver en el andén de Dartford a su compañero de juegos infantiles, Keith Richards (1943), eran importaciones de la Chess Records, de los ya mencionados Chuck Berry y Muddy Waters, nombres que delimitan con exactitud el sitio musical en el que el dúo inició su trabajo conjunto. Mientras a Mick le encantaba el blues de Chicago, Keith sentía una atracción especial por Chuck Berry.
El “Delta” de ambos jóvenes se ubicaba a orillas del Támesis, donde a fines de los años cincuenta se escuchaba mucha música: canciones insertas en la era del vaudeville y del dancehall; grandes cantidades de jazz tradicional producidas por Chris Barber y Acker Bilk; un poco del skiffle de Lonnie Donegan e intentos aún torpes, de adaptar el rock & roll original de los Estados Unidos al Reino Unido. Sin embargo, el fuerte blues de Muddy Waters, el impulso con el que Chuck Berry musicalizaba sus agudas letras sobre la existencia adolescente y el beat selvático y anárquico de Bo Diddley eran otra cosa. En ellos se percibía la verdadera vida, aunque los jóvenes de los tristes suburbios ingleses apenas intuían qué era ésta. No obstante, sentían la autenticidad en esa música. Y la emoción que encerraba.
Apareció entonces Brian Jones. Jagger y Richards lo descubrieron en abril de 1962 sobre el escenario del club Marquee, donde el muchacho de 20 años de edad se presentaba como intérprete de la slide guitar con el seudónimo de Elmo Lewis, al lado de Alexis Korner. Se hicieron amigos y luego Jones se declaró dispuesto a fundar junto con ellos un grupo.
El departamento que los tres empezaron a compartir al poco tiempo se convirtió en un convento del blues donde se vivió el dogma verdadero. Durante meses estudiaron los licks, las armonías y los riffs de sus ídolos estadounidenses. El 12 de julio del mismo año debutaron en el club Marquee, por primera vez bajo el nombre de The Rolling Stones.
El repertorio abarcó standards como “Kansas City”, “Hoochie Coochie Man” y “Bright Lights Big City”, y piezas menos conocidas como el r&b “Down the Road Apiece”, del repertorio de Don Raye. A partir de ese momento la historia del grupo ha sido documentada en todos sus detalles.
En sus comienzos los Stones se entregaban por entero al papel de evangelistas de sus ídolos. Su repertorio en vivo se alimentaba de manera casi exclusiva del blues de Chicago, los clásicos de Chuck Berry, el r&b y el temprano soul, al que además de su entusiasmo e ingenio supieron agregar sobre todo una buena dosis de rebeldía adolescente y agresividad.
Y una cosa más distinguía a los Stones de sus competidores: de forma intuitiva alteraban a sus modelos hasta “adecuárselos”. Tradujeron las canciones ajenas a su propio vocabulario y tamizaron la cultura negra estadounidense con el filtro de la grisácea realidad británica de la posguerra. Esa música ruda y llena de energía ejerció una atracción innegable sobre el público adolescente en Inglaterra.
Los Stones retomaban los licks de guitarristas negros como Jimmy Reed o Elmore James, al igual que el sonido áspero de los mismos. De esa manera lanzaron al mundo su primer single, una adaptación de “Come On” de Chuck Berry. En su primer y energético álbum, The Rolling Stones, el cual se presentó en abril de 1964, se escuchan varios cóvers como “I Just Wanna Make Love to You” de Willie Dixon, “Walking the Dog” de Rufus Thomas, “Mona” de Bo Diddley y “Oh Carol” de Berry.
Andrew Oldham, su representante, quiso incorporarlos lo más pronto posible a la llamada “Ola inglesa”, la cual acababa de invadir los Estados Unidos con los Beatles en la cresta, seguidos por un gran número de grupos. Por lo tanto, en junio de 1964 llevaron a cabo su primera gira por los Estados Unidos. Aquel viaje les brindó una experiencia de intensidad casi religiosa.
El 10 y 11 de junio se les permitió grabar en los recintos sagrados de los Chess Studios en Chicago bajo la mirada de Ron Malo, el ingeniero de la compañía. Por lo tanto, al volver a casa lo hicieron con un botín insuperable en el equipaje: “Around and Around”, “I Can’t Be Satisfied”, “It’s All Over Now” y “Empty Heart”, temas que los mostraron como una unidad compacta y como intérpretes seguros de los originales artistas negros, además de que todas estas grabaciones aún hoy en día conservan su fuerza y frescura.
Su versión de la pieza “It’s All Over Now” salió en ese mismo mes y rápido se convirtió en el primer éxito número uno del grupo en la Gran Bretaña. Cinco piezas del material de Chess entraron en el EP Five by Five, mientras que el resto en gran parte integró el segundo álbum, con el título de Vol. 2, que se publicó en enero de 1965 en el Reino Unido, con una lista de tracks muy distinta de la que había aparecido tres meses antes en los Estados Unidos bajo el nombre de 12×5.
Desde entonces han pasado 56 años. El álbum A Bigger Bang —la última grabación de estudio hasta diciembre pasado— salió en 2005 y reveló el punto crítico en el que los Rolling Stones se hallaban: ya no producían canciones originales, importantes o memorables. El tiempo pasaba y no había cambio en ello. Su mito, a pesar de todo seguía pesando. Hoy, tras la aparición del nuevo disco éste parece pesar aún más.
O.K. No hay canciones nuevas compuestas por ellos en Blue & Lonesome, pero a cambio hay un manifiesto estético implícito con respecto al blues (el que los unió, el que los instaló en la escena musical, el que los llevó al éxito y con el que culminaron varias obras maestras, álbumes en los que vertieron toda su experiencia genérica).
En Blue & Lonesome hay el reconocimiento de amor a las raíces, respeto por los hacedores negros, por la forma y sus creadores, como Memphis “Lightnin” Slim, Magic Sam o Willie Dixon, de quienes incluyen temas poco recurrentes (“Blue & Lonesome”, que da título al disco, “All of Your Love” y “Just Like I Treat You”), pero que les crearon el gusto y el conocimiento, en los momentos en que se forja el bagaje sonoro que acompaña para el resto de la vida: la adolescencia.
Asimismo, hay en este álbum una humildad artística insospechada por parte de Mick Jagger, sobre todo, quien ya no trata de imitar la forma de cantar de aquellos intérpretes, sino de exponer la suya sin manierismos ni oropeles. Igualmente lo hace como intérprete de la armónica, a la que se nota que no ha dejado de practicar. Aquí incluye piezas de maestros del instrumento que alternaban con el canto: Little Walter, Jimmy Reed o Howlin’ Wolf (“I Gotta Go”, “Little Rain”, “Commit a Crime”, respectivamente).
Todo ello demuestra un conocimiento profundo de la materia en la que vivieron inmersos y en la hechura del repertorio que tratan en él. Jagger y Richards convocaron al grupo (incluyendo a Eric Clapton como invitado) y a los músicos que regularmente los acompañaron en la gira reciente. Se pusieron bajo la batuta del experimentado Don Was. Escogieron los British Grove Studios (propiedad de Mark Knopfler, por cierto), por sus características híbridas (analógicas y digitales) y en tres días, sí tres días, concibieron el contenido, en un parto gozoso y sin dolor.
Así, con ese mismo humor hubo la voluntad de refrescar dicho material para sus escuchas iniciales, los de toda la vida y también la de provocar el interés en los recién llegados, además de darse, por qué no, un divertimento como músicos. El resultado es una joya de expresividad bluesera, a cargo de una banda veterana enrolada desde hace años en el tributo infinito a sí misma. Es una enorme sorpresa no sólo anecdótica, sino musical y cultural y lo es más grande aún por ser inesperada, porque el valor de una obra inesperada es incalculable.