Tokio Blues

Al hilo del arrebato

Por SERGIO MONSALVO C.

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Memorizar es una forma de provocación hacia uno mismo. Y tal hecho puede ser considerado tanto un regalo como un azote. Y esta forma de provocación puede llegar por cualquier causa, cosa y en cualquier lugar. Voluntaria o involuntariamente. Tan débil como tormentosamente. Es el palimpsesto que se ofrece de forma maliciosa con el ensimismamiento.

“Ensimismamiento” fue la palabra que se me ocurrió en primer lugar para titular este texto, pero es una palabra larga y con muchos caracteres (de lo cual nunca me ha gustado echar mano para encabezar algo), así que busqué un significado semejante y corto, sobre todo, en otro idioma. Comencé por el japonés (que es el del autor de que iba a hablar, pero los ideogramas —??no me iban a servir para atraer a un posible lector del español).

Lo intenté con el alemán (al fin y al cabo en dicho idioma se ha logrado crear sintéticamente la negrura en el concepto del Weltschmerz), sin embargo el Selbst tampoco era el atinado. El inglés Self tiene otra carga actualmente, hueca y vana, y el Soi francés se prestaba a equívocos ortográficos. Así que terminé desechando palabra y concepto para el título, pero quería dejar constancia del hecho de no usarla, como la más adecuada, para definir en una sola idea la esencia literaria constante del escritor Haruki Murakami.

Ése autor cuyo personaje –Watanabe– recibe, con mucha jiribilla, el explosivo “regalo” de los recuerdos cuando escucha las notas de “Norwegian Wood” de los Beatles, en la magnífica novela Tokio Blues. Una jiribilla que tendrá que ir descubriendo paulatinamente y que trae consigo la carga de emociones, lo mismo que de inquietudes, angustias, vacilaciones o la reinvención de los gestos cotidianos que vienen aparejados con el recuerdo –como ya constató Borges al respecto memorioso–.

La memoria de cada uno es su pasado reconstruido. ¿Qué tanta injerencia puede tener, entonces, el sonido de unas notas en un recuerdo personal? Esto sólo se puede descubrir a la manera de Marcel Proust: describiéndolo. Es lo que hizo el doliente personaje de Murakami en su romántico periplo interno.

Esos momentos de arrebato, a esos instantes extáticos que llegan de forma inusitada por un olor, una música o una imagen, funcionan como ventanas a otra dimensión. Cuando se hacen conscientes ponen en marcha todos los sentidos. Así sucedió con el caso de la mancha más famosa de la historia de la cultura. La inconmensurable “Mancha amarilla”, cuya observación se convirtió en un verbo fundamental para la adquisición activa de información a partir del sentido de la vista.

Marcel Proust vio por primera vez esa mancha –que le cambiaría la vida, su perspectiva con respecto a la escritura y haría del ensimismamiento una obra de arte— durante una visita que realizó a la Haya en 1902. Asistió al Museo Mauritshuis de aquella ciudad, donde pudo apreciar uno de los grandes tesoros del Siglo de Oro holandés. Aquel encanto pictórico le transformó todo. Sintió que había encontrado un espíritu afín en la epifanía que le suscitó la obra Vista del Delft de Johannes Vermeer.

Ese cuadro es el reflejo de un mundo que era así cuando el pintor lo miró. Plasmó ese mundo como un sueño, como una celebración por la belleza suscitada por un instante de equilibrio (el silencio, la soledad, e incluso la melancolía por de la fugacidad, que se siente y se palpa en ese paisaje excepcional, con su juego de luces y sombras que lo llena todo de encanto). Y es igual un lamento por la fragilidad del mismo (por su brevedad).

La sensación de quietud, de calma, serenidad, que provoca este lienzo en el espectador es excepcional, porque lo que importa de verdad en esa pintura es la idea, lo tan impalpable que sólo pueden apresarlo las pupilas aten­tas y la inteligencia. Por ello el espectador forma parte de la trama in­visible del cuadro. Proust fue un espectador ejemplar y por eso este cuadro significó todo para él como escritor.

Vio todo lo anterior simbolizado en una mancha de la parte izquierda del cuadro, en el reflejo del sol en la pared de una ciudad a la caída de la tarde: Tal fragmento está pintado y reproducido al límite de la perfección, con la paciencia de un artesano chino. “Así debería escribir yo”, pensó. Y ese pensamiento también lo tuvo cuando por enésima vez y ya muy enfermo visitó el museo Jeu de Paume, en 1921, donde figuraba este cuadro (“El más bello del mundo”) como parte de una exposición sobre el arte holandés, para desmayarse poco después de la visita en los Champs-Elysées.

Ambas experiencias (la visión y el desvanecimiento) fueron motivos para que personajes de su obra cumbre, En busca del tiempo perdido, le rindieran homenaje al pintor. Uno, Swan, que obsesivamente busca atrapar la esencia del pintor, sin conseguirlo y, el otro, Bergotte, que ante la muerte repite aquel pensamiento sobre su impotencia como escritor para atrapar la perfección, como en la pintura de Vermeer.

Proust, por su parte, puso a la memoria como un fin artístico y al instante, que la justifica, como una sonata de palabras. Una imagen de la fugacidad que motiva el recuerdo exaltado para crear música con la palabra. Y ese hilo vuelve a encontrar quien lo teja cuando la música acompaña a una imagen, que exalta, a su vez, la palabra para crear un recuerdo en la escritura de Hanuki Murakami, quien busca en un tiempo perdido salvar un instante.

Un instante de comunión entre dos seres jóvenes confundidos por la vida y sus extravíos, bajo el influjo de una canción memorable: “Norwegian Wood”. Las piezas de la música popular contemporánea, del rock en particular a partir de mediados del siglo XX, han alcanzado emociones y objetivos profundos. Han hecho visible la cruda manera filosófica mediante la cual nos afectan las cosas.

Han abierto un nuevo espacio para el conocimiento de “los sentimientos”. No sólo románticos, sino existenciales, de estar en el mundo y frente a él. La gente utiliza desde entonces la música para responder a cuestiones referentes a la propia identidad. Han sido –y son–, además, el espacio del placer estético contenido en una obra de dos o tres minutos.

Asimismo, tales canciones dan forma a la memoria personal, son parte del soundtrack de cada vida particular. Organizan “nuestro” sentido del tiempo y la intensificación de la experiencia del presente en cualquier época. Una de las consecuencias más obvias de todo ello resulta clave para recordar las cosas pasadas, desencadenan las asociaciones más intensas de tiempos idos.

Por estas muchas razones Murakami (uno de los mejores escritores contemporáneos) escogió “Norwegian Wood” como leitmotiv para una de sus obras, porque ésta es una de las piezas mejor construidas, redondas y exitosas de la época que evoca. Mediados de los años sesenta. Momento en que unos “nuevos” Beatles, sus creadores, propiciaban un gran cambio cultural con el disco Rubber Soul, que presentaba el tema.

Los cambios incluían la apertura mental, la experimentación sonora, instrumental, genérica, visual y lírica. Sintetizado todo ello en la unidad artística, en la muda de formato del EP al LP, del single a lo conceptual. El hecho psicológico obligó al mundo a ampliar sus horizontes (conocimiento del Oriente, del Otro) y sus vocabularios (musicales, sociales, étnicos).

Asimismo, a documentar el paso de la adolescencia a la madurez a través de letras más profundas, introspectivas, serias, complejas y misteriosas. Éstas ya no sólo servirían para transmitir celebraciones o lamentos de amores primerizos, sino también información íntima, antagonismos, experiencias colectivas y sensaciones personales. En “Norwegian Wood” no hay obviedades sino sugerentes indicaciones de ambientación, referencias evocadoras, seducción, rechazo y hasta la idea de venganza por lo mismo.

Murakami con el libro Tokio Blues, aprovecha la experiencia de aquella canción, la rememoranza que provoca, el instante de vida que retiene, para ubicar al lector en un lugar desde el cual asomarse a las grietas del espíritu humano joven, ante el umbral de la madurez (con sus relaciones amistosas, las responsabilidades que acechan, sus inquietudes amorosas y sexuales, los lados oscuros de la conciencia, los límites entre la razón y la locura, los diversos planos de la percepción, con la omnipresente música que lo acompaña todo), creando con ello un universo activo e hipnótico a la vez, sin terminar de verle el fin y con la sensación de haber tocado el sentimiento perfecto por un momento, para luego perderse.

Con este libro (y en general con su obra), Murakami abre al lector a las grandes preguntas y lo sitúa ante las grietas emocionales y éticas. Entre las preguntas está la de la identidad cultural de manera muy esencial («Nací y crecí en Japón, hablo japonés, como comida japonesa y hago todas las cosas que hacen los japoneses pero me gusta el jazz y la literatura occidental desde Dostoievski hasta Stephen King, ¿qué es oriental y qué es occidental?»).

Es, pues, un escritor acorde con el espíritu de los tiempos: cosmopolita sin complejos, mezclador de géneros entre lo real y lo onírico, evocativo y melancólico, con sensibilidad artística ante lo universal y ecléctico, de variado iPod musical, con humor y oscuridades.

Tiempos en los que estamos en un momento de derrumbe y reconstrucción, en los que es necesario retomar cosas para explicar el presente y cuestionar su habilitación. Tiempos en que la intimidad es una utopía, el personalismo una patología, lo cotidiano un tema a flor de piel, con atracción por el diálogo y la compartición sin presencia, tarareando un blues en Tokio o en donde sea, sintiéndose perdido por la traducción y plenamente ensimismado.

Mirar, como lo hacen los arrebatados autores mencionados, es compartir el hilo del mundo creando puentes: hacia la belleza (Vermeer); hacia el aura en que reposan las cosas evocadas (Proust), hacia las identidades cambiantes (Beatles tendiéndolo hacia el Oriente, Murakami, hacia el Occidente).

La vida en todos ellos refleja lo que acontece con el paso del tiempo en los recuerdos, en un cuadro visto, en un libro leído, en el amor vivido. Es la extraña continuidad con que funciona el corazón, el poder de una mirada que provoca un efecto de suspensión objetiva y donde el espectador, el lector, el escucha, el memorioso, aprecia el calado de una voz única y ensimismada.

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