Navidad
Discos Clásicos /VI
Por SERGIO MONSALVO C.
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Conocí a un tipo, metido en el negocio de la publicidad, al que cuando le pregunté qué clase de música le gustaba me contestó con el típico: “De toda”. Y al volver a cuestionarlo con un ¿de verdad? Se soltó con un discurso con el que aseguraba que la música era un campo en el que le resultaba fácil mantenerse al tanto de las modas.
“Me basta con ir al supermercado, ahí lo encuentro todo”, afirmó contundente. “Y así, apenas termino de cultivar mi gusto por Michael Bolton, Julio Iglesias, Luis Miguel o Richard Clayderman, cuando ya estoy hablando de Rihanna, Beyoncé, Lady Gaga, los One Direction o Maná”. Verdaderamente se sentía de lo más cool.
Pasó tiempo antes de volver a saber de él. Y fue a través de un amigo escritor que obtuve nueva información acerca de dicho personaje. En la Navidad anterior lo había invitado para asistir a una discada en la casa de un conocido suyo, que regularmente hacía esas reuniones a las que cada invitado llevaba su grabación favorita o una rareza.
En esta ocasión se trataba de álbumes navideños clásicos. «El nivel y el ambiente dependen del número de artículos para coleccionista que se aporten», dijo mi amigo cuando me habló de aquellos eventos.
Al principio aquel tipo optó por no ir; sin embargo, luego lo pensó y creyó que era una buena manera de conectarse en un círculo que desconocía. Además, como se sentía al tanto de la música incluso hasta podría presumir –en un momento dado– sobre su acervo de discos y sus artistas favoritos. Mi amigo, que en realidad lo que quería era conocer a la novia del tipo aquel, ya que le habían dicho que era muy, muy guapa, le aseguró que le encantaría que participara sabido su interés, por ese hobby, que también era el suyo. Así que con todo por ganar aceptó ir un viernes, días antes de la Nochebuena.
Mi amigo supo después por la novia, que el tipo se había tomado su tiempo para seleccionar su «boleto de admisión», y se inclinó por Faith: A Holiday Album, un disco de 1999 de Kenny G, por el simple motivo de que era su disco preferido. No dudó ni por un instante de que tal álbum definitivamente era un artículo de colección. Y puesto que le tenía cariño apuntó su nombre en la portadilla, para asegurarse de que nadie se lo fuera a llevar por equivocación después de la fiesta.
La cita era a las 9:30, pero él llegó a las diez. Y como todos los invitados tuvo que depositar su disco al entrar a la casa sobre una mesa cercana a la puerta, preparada para el caso con adornos de temporada. Aún no comenzaba el desfile de la música convocada, pero el aparato de sonido ya emitía sonidos y la velada estaba bien encaminada.
Un numeroso grupo reunido en la sala trataba de precisar las diferencias entre el avant-jazz de Cecil Taylor y el de Ornette Coleman o aventurar una comparación de uno u otro con el grupo sueco Atomic. El recién llegado, acompañado por su exquisita novia, no supo qué decir al respecto cuando le preguntaron su opinión. Su novia lo salvó al decir que ella lo único que sabía es que tenía sed. El conglomerado masculino se desvivió entonces por atenderla, mientras el femenino rechinaba los dientes.
El tipo se escabulló discretamente a otro círculo más pequeño, donde se sentó al lado de una muchacha alta, que no dejaba de peinarse la cabellera castaña con los dedos de la mano derecha. La gente a su alrededor discutía acerca de quién era el trombonista más grande de nuestro tiempo.
–¿Usted qué opina?– preguntó la muchacha, volviéndose hacia él.
El único trombonista cuyo nombre le resultaba conocido era Glenn Miller, el músico de swing. Solía escucharlo de niño, en compañía de sus abuelos. En particular recordaba la anécdota que le contaba su abuelo de cómo había desapareció en el océano durante la Segunda Guerra Mundial.
Quiso sacar jugo de esa anécdota familiar. La historia le encantaba. Sin embargo, una mirada a la muchacha bastó para advertirle que quizá no comprendiera de lo que él le hablaba.
–Es una pregunta difícil para mí– replicó, pensativo.
Con eso eludió el asunto por unos instantes. Los dos o tres grupos que se habían formado en las habitaciones se fundieron al empezar el dueño de la casa y organizador de las veladas a exponer su punto de vista sobre lo que constituía «el verdadero carácter«, sobre el que se construyen los discos navideños.
«Con toda certeza se puede decir que el 90% de lo que se vende como tal hoy en día no lo tiene» –declaró. Varias personas asintieron??. «¡Ah, pero eso sí! –dijo mi amigo, a su vez, alzando los brazos como en alabanza–; escuchamos por ahí en las tiendas, lo que probablemente sea el espíritu de la época: ¡Kenny G!». Todos rieron al unísono. «Sí, y pensar que hay gente que en serio toma a Kenny G por jazzista», dijo otro y continuaron las risas. –Con permiso –le dijo el tipo a la muchacha.
Sin dejar de esbozar una sonrisa falsa y asintiendo con la cabeza de vez en cuando para señalar su aprobación por las palabras del organizador, poco a poco fue dando la vuelta a la habitación hasta llegar a la mesa en la que se encontraba su disco. No lo vio enseguida, como tampoco a su novia a la que no distinguía por ninguna parte.
Se acercó de espaldas y adoptó una actitud atenta para disimular, mientras estiraba la mano detrás de él para palpar los objetos sobre la mesa.
Finalmente sus dedos se toparon con el disco y rápidamente se escabulló al vestíbulo. Abrió la puerta del clóset en el que colgaban los abrigos. Sostuvo el compacto con una mano y buscó afanosamente entre las prendas buscando el suyo. Estaba sudando. Por fin sintió que había dado con el abrigo y depositó el maldito compacto en una de sus bolsas. ¡¡Uufff!!
Justo a tiempo porque cuando regresó a la sala, el organizador ya estaba solicitando los «boletos de admisión», o sea las joyas discográficas que cada uno aportaría para enriquecer la noche. Escuchó algunas cosas muy extrañas. Algo llamado “Muro de sonido”, pop barroco, freestyle, lounge-chic, hip-crooner, pop kawai, en fin. Solistas y grupos que había oído jamás y piezas que lo abarcaban todo y más del mundo navideño. Estaba abrumado.
Supo que todos los discos de esa noche eran importados, por supuesto; o eran raros ejemplares que aparecían en el mercado japonés, de la India, Jamaica o Australia. Conforme un álbum de coleccionista sucedía a otro, reflexionó sobre la humillación que apenas había logrado evitar: la suya hubiera sido la única idiotez de la reunión y aún no sabía por qué.
–¿Dónde está tu disco, por cierto?—le preguntó mi amigo, apareciendo junto a su novia.
–Se me olvidó—contestó el tipo, tratando de señalarle un discreto «te lo explicaré más tarde» a ella.
Irritado por toda la tensión sugirió en voz alta y nerviosa: –Por qué no jugamos cartas–. La gente lo miró, sorprendida de escuchar la propuesta. No obstante, algunos rieron pensando que había sido un buen chiste, lleno de ironía, oportunidad y profundo y cultivado sentido del humor.
La conversación se avivó y se hizo técnica. Se produjeron interesantes escaramuzas acerca de las orquestaciones entre el disco de Elvis y el de la Kraal; sobre lo que constituía una verdadera versión o una simple copia; el sentido del lounge entre De-Phazz y Pink Martini; la recopilación de cóvers del garage y la de Motown, y luego el debate se concentró en los estilos relativos de ciertas épocas y músicos.
Pero toda conversación debe acabar. Finalmente la fiesta terminó y todo mundo se dirigió hasta la puerta sobre una animada ola de exclamaciones, felicitaciones decembrinas y adioses. Mi amigo, que iba a darles un ride a algunos de los invitados a sus casas, también se puso el abrigo. La novia del tipo empezó a preguntarle por su disco extraviado. –¡Shh!– le dijo éste, tratando de alejarla de mi amigo, que estaba cerca de ellos.
Una vez en la calle le dijo que alguien se había sentado encima del disco rompiéndolo y que como no quiso hacerlo sentir mal, optó por decir que lo había olvidado. “Ya te conté cómo él estaba seguro de haber metido su disco de Kenny G. en la bolsa de su abrigo.” –Dijo mi amigo–. “Pero ahora, terminada la reunión, metió la mano a la bolsa y no sintió nada excepto un mareo vertiginoso. ¿Si no estaba ahí, entonces en la bolsa de quién había guardado el maldito disco? No le cupo la duda por mucho tiempo.
“A su izquierda iba yo, que estaba sacando un estuche con un compacto de la bolsa de mi abrigo y lo miraba con curiosidad.
–¿Qué diablos es esto?–pregunté al examinar el disco a la luz de la luna.
–¡Buenas noches a todos! –exclamó el tipo aquél y metió rápidamente a su novia al coche. Se puso detrás del volante y arrancó rechinando llanta.
“Luego supe que al llegar a una tranquila avenida ella le preguntó: ¿Por qué tan callado? ¿Estás triste por el disco? “No”, le contestó aquél, mientras en ese justo momento recordaba haber anotado su nombre al frente del disco, ahí junto a la cara sonriente de Kenny G… Por cierto, ahora su novia sale conmigo”, me comentó mi amigo, imitando la misma sonrisa estúpida para finalizar la historia.