B.B. King
La caricia de las cuerdas
Por SERGIO MONSALVO C.
Escucha y/o descarga el Podcast:
A Riley le gustaban las mujeres y mucho. Quería conocerlas a todas, amarlas a todas, pero era pobre y no tenía mundo. No veía nada noble en ser pobre, ni encomiable, ni glorioso, porque efectivamente no lo es. Así que pensando en ello, lo primero que tenía que hacer era salir de donde estaba.
¿Y dónde estaba? En Indianola, Mississippi, donde había nacido en 1925 como miembro de una familia numerosa y pobre, cuya madre los había abandonado. Vivía en una cabaña miserable y hacía un trabajo igual de miserable, como aparcero. Pizcaba algodón como el resto de su familia y vecinos. Sólo recordaba haber tenido alguna diversión cuando cantaba en el coro de la iglesia los domingos y las enseñanzas básicas de la guitarra que recibía del ministro de la misma.
A ellas se aferró cuando fue a pedir trabajo en otras iglesias para ganarse algún dinero extra. A los doce años recibió el único obsequio que había tenido: una guitarra acústica, por parte de su primo Bukka White, que vivía en Memphis y lo había escuchado tocarla durante una de sus visitas. Le enseñó unos cuantos trucos más y le dijo que lo demás corría por su cuenta.
Lo asumió. Aprendió a tocar el blues y se juntó con otro vecino para ir a hacerlo los sábados en fiestas, teatros de aficionados o juke joints, esos irregulares establecimientos donde los negros iban a beber y a bailar. Las mujeres se le comenzaron a acercar y supo que iba por el buen camino. Hasta que los Estados Unidos entraron a la Segunda Guerra Mundial y el trabajo y la economía en crisis.
Riley B se unió a una de las oleadas de emigrantes negros hacia el norte del país en busca de mejorar en algo su situación. Tomó su guitarra, se guardó en los bolsillos los únicos dos dólares que poseía y salió rumbo a lo desconocido. Deambuló por muchos pueblos antes de llegar a Memphis, donde vivía su primo, que se convirtió en su mentor en aquel tiempo.
Vivió y aprendió cosas, pero a él no le parecía suficiente su preparación así que se regresó al Delta para adquirir mayor destreza. Viajó por todas las poblaciones cercanas e incluso se aventuró hasta Arkansas, donde una noche de invierno le marcaría el resto de la vida.
En tal momento de 1949, Riley B tocaba en un juke joint de tal estado, que para calentarlo se encendía un barril medio lleno con queroseno, una práctica bastante común. Durante su actuación, dos tipos comenzaron a pelear, golpearon el barril y el combustible ardiente de éste se esparció por el suelo, que los quemó y a todo el local. Esto provocó una estampida general para salvarse del fuego.
Una vez afuera, Riley B se dio cuenta de que había olvidado su guitarra dentro del edificio en llamas. Se lanzó dentro para rescatar su Gibson acústica, lo logró. Dos personas murieron en el incendio: los tipos que peleaban. Al día siguiente, Riley B supo que aquellos dos hombres lo hacían por una mujer llamada Lucille. Así fue que nombró a su guitarra, al igual que a todas las que tuvo desde aquella experiencia, como recuerdo de los peligros del camino y de las mujeres fatales. Al poco tiempo volvió a Memphis.
Memphis estaba a medio camino entre el Sur y el Norte de la Unión Americana, entre Mississippi/Lousiana y Chicago, lugar adonde emigraban los negros sureños con la esperanza que brindaba la industralización, ahora en desarrollo.
Entró en competencia con gran cantidad de músicos que actuaban a lo largo de una de las calles principales de la ciudad, la Beale Street. Más que calle era un crisol musical que se había convertido a mitad de siglo en un fabuloso cruce sonoro. Memphis había recibido a través de las décadas al blues, el jazz, el góspel y el country en sus calles. Todo tipo de corrientes musicales y subgéneros se mezclaban en un ambiente muy vivo.
Riley B había aprendido a tocar en la guitarra casi todo lo que escuchaba a base de intuición y experiencia, lo cual se podía aplicar por igual a los sonidos escuchados Bukka White, que a Elmore James, Sonny Boy Williamson, Lonnie Johnson o Albert King, sus influencias principales; y a los que sólo existían en su mente, ese misterioso lugar que le habría de proporcionar su propio espacio (donde el sonido del Delta se infiltraba en la urbe).
No importaba cómo lo hiciera, pero cuando tocaba se sumergía en un mundo que le decía algo y él con su instrumento le daba voz a ese algo para que tuviera sentido. Y ello, además, con una obligación extra: imprimirle un valor estético, volverlo un sujeto u objeto de belleza. Era un artista.
Riley B poseía un universo auditivo completamente vivo y lleno de significados y de historia. Como el origen del jump blues que fundamentó el desarrollo y la fuerza original del rhythm and blues que procedía de los mismos ritmos fuertes y riffs que impulsaron a las mejores bandas de Kansas City en los años treinta.
De tales fuentes también abrevó para desarrollar su estilo particular, sus presentaciones en vivo, sus números teatrales con toda clase de movimientos sincronizados, interrupciones efectistas y solos prolongados. De esta manera sus grupos lo daban todo de sí y abandonaban exhaustos el escenario, al igual que aquellas míticas bandas.
Con los solos que interpretaba demostró una y otra vez que su cabeza estaba repleta de múltiples motivos, sonoridades, pequeñas y grandes estructuras, escalas, acordes, modos y demás.
La imaginación para reunir y amalgamar todo ello fue, pues, su gran habilidad, su herramienta privilegiada para provocar y construir ideas musicales, hecho que lo convirtió en el extraordinario solista que fue a partir de ahí y durante las siguientes décadas. Le dio al blues una nueva cara. Lo esculpió con sus solos de fraseo natural.
Es probable que sólo los genios de la música como Louis Armstrong, Charlie Parker, Duke Ellington, Miles Davis y pocos más hubieran sido capaces de crear verdaderos «solos«, de concebir en cada concierto una o dos ideas originales. Riley B. fue también uno de ellos.
Este bluesman nacido en el Mississippi, supo extraer de su guitarra a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y tres lustros del XXI, un sonido instantáneamente reconocible, basado en notas largas con un vibrato producido por los dedos: uno de los sonidos más hermosos que se haya arrancado jamás de dicho instrumento, al cual él convirtió en leyenda, una leyenda que llevaría el nombre de «Lucille».
Consiguió trabajo como DJ en un programa de radio en el que usaba el apodo «Beale Street Blues Boy» que, pasando por «Blues Boy King», derivó en las iniciales B. B. con las que se haría famoso.
- B. King, este notable artista grabó desde entonces alrededor de un centenar de álbumes; tuvo canciones memorables como «Three O’Clock Blues», “Caldonia”, «The Thrill Is Gone», “When Love Comes to Town”, “Everyday I Have the Blues”, entre otras, y ejerció una influencia decisiva en el trabajo de guitarristas del calibre de Buddy Guy, Jimi Hendrix, Albert Collins, Eric Clapton, Carlos Santana, Mike Bloomfield y Peter Green, por mencionar tan sólo unos cuantos ejemplos.
Estos discípulos fueron quienes avalaron su entrada (tardía) en el mundo del rock (comenzó a presentarse en los escenarios internacionales hasta 1970). A partir de ahí realizó un promedio de 300 conciertos por año. En primer lugar para seguir conociendo mujeres, que las tuvo y muchas (al igual que hijos: 15 reconocidos), para dejarse seducir por esos cuerpos bonitos que descubría en el camino.
Pero igualmente por las mesas de juego, que le esquilmaron dinero y mucho; para calmar la voracidad de la Hacienda estadounidense que nunca se le despegó, y para ejercer de embajador plenipotenciario del blues, en el que se le adjudicó la corona de rey por vía democrática y con todos los derechos. Papel que ejerció hasta su muerte el 14 de mayo del 2015, a los 89 años de edad en, cómo no, Las Vegas, de la mano de Lucille, la mujer de su vida.
Fue uno de los pocos artistas que tuvo injerencia directa en el resultado final de cada disco. Lo mismo de grabaciones hechas en estudio que de extractos de sus mejores momentos en el escenario; igualmente con su banda que acompañado de alguno de sus múltiples amigos y discípulos. Cada álbum suyo sintetizó, magistralmente, su quehacer artístico. Algunos son considerados auténticas joyas del blues y obras maestras de la música contemporánea.
A este músico le escribí hace algún tiempo un pequeño poema, el cual me gustaría leer ahora para conmemorar el primer año de su fallecimiento:
riley b.
amar al blues, tu dios:
la verdad cantada o agua de la vida
¿qué buscas, qué encuentras en ello?
¿a la negra lucille con sus historias,
sus fulgores iluminados con tu sangre furiosa
cuando entras en ella hasta las raíces?
¿carne de mujeres fundida en tus notas?
nos morimos en honduras nocturnas riley b.
en este combate del ir y venir entre ellas
por no poder amar quinientas a la vez
porque también hay que beber, vivir
y empedrar así, fugaces, nuestro camino
al viejo, perdido paraíso
Sergio Monsalvo C.