Rock & Roll

65 años para empezar (V / 90’s)

Por SERGIO MONSALVO C.

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Para hablar de los años noventa, lo primero que hay que hacer es una lectura de comprensión, ya que fueron un aviso del porvenir. Algunos de los más importantes pensadores de nuestra época manifestaron, hacia el final de la década-siglo-milenio, una creciente preocupación por el momento cultural que se vivía y tratado, a su vez, de definirlo para el resto de sus contemporáneos.

Umberto Eco, por ejemplo, comentó que «si queremos hacer conciencia positiva en materia de ciencias humanas estamos obligados a escuchar la nueva música que surge a nuestro alrededor, en las calles, a descubrir sus filosofías, y a reflexionar sobre las realidades que expresa».

Con ello, este intelectual dio a entender que teóricos y analistas del devenir humano debían abandonar la uniformidad de lo que hasta el inicio de los noventa se consideraba como cultura, para descubrir la multitud de tendencias, de nomenclaturas y de «respiraderos» que la disciplina musical había creado en un breve lapso de tiempo, con el objeto de explicar el intrincado acontecer cotidiano a nivel social, moral, psicológico, individual y colectivo.

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La propia evolución de dicha disciplina musical planteaba los callejones sin salida a los que se había llegado, y que se debían atender con la mayor premura y atingencia. Era el final del posmodernismo. Y fue por tal cúmulo de cuestionamientos que los profesionales de la observación sociológica designaron (again) a la música como la escritura cultural de la época.

Los mitos, los íconos, ritos e hitos acompañados de la sonoridad electrónica definieron de esta década en adelante muchas de las actitudes, formas de ser, maneras de pensar y hasta gestos comunes del mundo entero. No fue un apocalipsis ni la explosión de nada, sólo el punto de llegada   –crítico, eso sí– de un momento histórico, y al mismo tiempo una nueva y seductora partida para ampliar las fronteras de todo.

La música siguió rompiendo los diques que estorban al entendimiento y a la comunicación. Los oídos debían estar más abiertos que nunca, sin prejuicios y falsas purezas, para interpretar los signos de aquel presente: una lectura de comprensión con base en la historia de los noventa. Había que hacer tal lectura a partir de nombres y estilos que la condujeron: grunge, britpop, trip hop, vanguardia de dance y rock experimental, new wave, no wave, cyberpunk, umplugged, rock alternativo, variaciones del metal, indie, anti-folk, pop punk y punk rock y rock industrial, entre otros.

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Fuera del rock florecieron: el hip hop, el acid jazz, la new age, el ambient, freestyle, la fusion, el minimalismo, el off-beat, techno, la world music y muy diversas formas de la electrónica experimental, atmosférica, avant-garde, trance music, etc., y todas las dobles o triples combinaciones que entre ellas se daban o pudieran dar. Fue la música de final del siglo XX.

Distintas formas de visualizar la realidad. Géneros y subgéneros que, aunque a muchos de sus creadores o intérpretes no les gustaran las etiquetaciones (siempre ha sido una pose inútil de los músicos), hablaban de cosas y sensibilidades en su acercamiento a esa realidad. Cada uno de ellos aportó su universo, su cosmovisión, su razón de ser. Y su frontera con otros estilos fue tan intangible como el ser humano mismo.

Todos ellos requirieron de explicaciones y definición. Todos ellos estuvieron sustentados en filosofías comunes o individuales. En el arte musical ya no hubo anonimatos. En los noventa no llegó el fin de las ideologías, como se propagó a diestra y siniestra. No (uno siempre resultaba ser parte de algo, aunque fuera de uno mismo: transvanguardista, neoliberal, neodialéctico, filosófico-pragmático, posmoderno, posindustrial…).

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Lo que sí hubo fue el desencanto con todo. Un desencanto mayúsculo, omnipresente y generacional que quedó plasmado en la música (Nirvana, Portishead, Smashing Pumpkins, Nine Inch Nails). Todo el concepto de Portishead, por ejemplo, se materializó desde su primer disco. Y, desde entonces, se ha convertido en una sobrecogedora y abrumadora combinación de vanguardia formal y fuerza emocional en busca de una realidad alternativa, donde la vida es intensa y cruda como una película de Werner Herzog. Este grupo es brutalmente directo y sugerentemente turbio.

Beth Gibbons aprovecha la intensidad instrumental creada por pesimistas de pura cepa, como plataforma para reflexiones trágicas sobre la espesura del amor, sin un solo escape de felicidad, ironía o sarcasmo.

Nine Inch Nails, por su parte, epitome del rock industrial, se fue al extremo del apabullamiento existencial, perpetrando un video censurado de inmediato en todo el mundo (“Happiness In Slavery”). En él se observa a un hombre que se somete a un proceso de tortura de manera deliberada. Una máquina autónoma lo tritura, lo pica, lo pellizca, le saca sangre y termina por reducirlo a la nada. El clip finaliza con la transformación del masoquista en carne molida. La fuerza del horror se multiplica si uno sabe que el actor (Bob Flanagan), un especialista en automutilaciones, realmente sufrió la mayoría de los tormentos sin emplear ningún truco. El realismo malsano de este performance alcanzó proporciones difíciles de justificar. Así se construyó el mito de Treznor.

Ése fue el hoy de los noventa y el futuro lo iría resolviendo a pesar del proselitismo masificador de las políticas dominantes en el mundo. Como las que generaron Kate Moss, la Guerra del Golfo, los acuerdos de Oslo, Harry Potter, la muerte de Lady D, el Nintendo 64, la insufrible escucha de “La Macarena”, el Mercosur. Y aunque hoy nos parezca increíble fue la década del azote neoliberal, del todo se vale y nada es verdad, de la elección de Ronald Reagan al éxito de Milli Vanilli. Un tiempo cruel al que acudió a salvar Kurt Cobain, pero murió en el intento.

Kurt Cobain cantó con voz propia a su propia gente: los jóvenes que se sentían estancados, sin esperanza, porque la vida es una estupidez y no cambiará. Al frente de Nirvana pretendió exponer dicha visión de la realidad (desconfiada, insatisfecha, no realizada) a la vez que destrozaba la conformidad propia de la música mainstream del momento (producciones limpias, líneas vocales interpretadas dulcemente) con la misma violencia como en su momento lo hicieron los grupos punks británicos de fines de los setenta con guitarras enfadadas y protestatarias.

Nirvana arrojó muros de canciones rápidas, duras y catárticamente fuertes, con toda la energía posible. Se dirigía a un público en su propio dinamismo: adolescentes y veinteañeros desinteresados sin ningún lado a dónde ir, sin desafíos, vagamente complacientes y aburridos hasta el apocalipsis. Se trataba de una catarsis musical sencilla y llanamente a la que se llamó “grunge”. Cuando Cobain gritaba sus letras, se trataba de gritos de desesperación, agresividad y la furia del “quiero escapar”.

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El sonido de un grupo sólido asido por el caos. Pleno de intenciones nihilistas y de una realidad de signos negativos, de una negrura sin falta, que pintó un guernica emocional con momentos de paroxismo y dolor. Este dolor mató a Cobain. El ángel-figura anatómica de la portada de In Utero, el último disco, no resultó en absoluto exagerado en comparación con lo que se ocultaba detrás de él: las amargas lamentaciones de un abandonado ser humano ante un mundo frío y desalmado. 

Su muerte fue disuelta por Melrose Place, por el Wonderbra, los Tamagochis, las tortugas Ninja, Playstation, Tupac Shakur, Celine Dion, Los Tres Tenores, Lollapalooza, Mortal Kombat, Pokemon, Ruanda, Bill Clinton, Beavis & Butthead, Windows 95, Windows 98, el Ébola, la oveja Dolly, los Simpson, Salvados por la campana, Friends, el EZLN, Monica Lewinsky, las Spice Girls, Boris Yeltsin, Chechenia, la triple WWW, el bombazo de Oklahoma, los Backstreet Boys…

Los noventa: el resultado de una generación que nació cínica y sin asideros (Generación Y). Arrancó como un trueno, pero terminó como un soplido. En fin, que se cansó antes de empezar y abandonó a Noam Chonsky y a Douglas Coupland en favor de Tony Blair y los reality shows. Lo cierto es que los años noventa sublimaron una forma de “progreso” que terminó siendo apabullante.

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La música de fin de siglo –el rock o sus derivaciones– no fue un fenómeno meramente sonoro. Implicó comportamientos y entendimientos sociales y morales, dimensiones históricas, geográficas, económicas, tecnológicas y psicológicas. La creciente inflación de prefijos: post, trans, neo, ultra, hiper, supra, sub, anti…, que se padeció en ese tiempo de siglas reveló con descarnada claridad no sólo la posibilidad de elegir en su infinito arsenal, sino también el lugar en el que el mundo se encontraba al final de un trayecto llamado posmodernidad.

Ese trayecto que en sentido preciso, y no como mera moda coloquial, se tomó como concepto cronológico de evidente alcance cultural, que comprendió desde los años posteriores a la II Guerra Mundial hasta 1984, año en que las nuevas tecnologías de información y cibernéticas comenzaron a alterar de manera profunda los sistemas productivos y reproductivos de los países: fue la identidad cultural de aquella época (Björk, Depeche Mode, Beck, Garbage).

La posmodernidad resultó en lo insatisfecho, lo no culminado: una modernidad triunfante que aspiraba a realizarse y que a la postre se le descubrió escéptica, cínica o iracunda. La conciencia rocanrolera lo abarcó con Oasis, Pulp, R.E.M., Guns N’ Roses, Pearl Jam o Blink 182. El mundo se encontró en una tierra de nadie, un paisaje sin fronteras y con una cantidad impresionante de referencias. Tantas que muchos no las entendieron y dejaron de leerlas: fueron aquellos para quienes el rock ya resultaba incomprensible como cultura, como organismo vivo, interdisciplinario, trasmutable, cosmopolita y en evolución, y por miedo al exterior prefirieron quedarse con su música local y monolingüe.

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La música sin dimensión social es una música amputada y eso lo comprendieron los artistas noventeros de vanguardia: el arte de la música es una expresión integral de la humanidad, con su valor de uso, ritual, técnico y a final de cuentas político. En los noventa, la sensación de libertad dentro de la música en el mundo no fue ficticia. Toda la literatura, las artes plásticas, la tecnología al servicio de las ideas, se intercambiaron con un sentido universalista que afortunadamente excluyó toda tara de «identidad nacional».

Se rompieron las estructuras rígidas y no sólo como un eco de lo que ocurría en el planeta, sino como una reacción natural de continuidad debida a la apertura de sensibilidades hacia su entorno. El arte salva. La música es salvación por el placer. La dimensión musical descubre y pone en evidencia.

El arte es la utopía de la vida. Los músicos vanguardistas de aquel tiempo no cesaron en su tarea de acomodar la práctica musical a una búsqueda imparable de adecuaciones culturales. La experimentación sonora adquirió, en este contexto de los noventa, un nuevo significado: no fue mera indagación expresiva, sino persecución de horizontes culturales nuevos para un público en mutación, que exigía de lo musical apreciaciones vitales a sus exigencias estéticas y existenciales. Kurt Cobain, los hermanos Gallagher, Beth Gibbons, Björk, Michael Stipe, Bono, Axl Rose, Thom Yorke, Billy Corgan, Beck Hansen o Trent Reznor, se las brindaron a granel.

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La decadencia, las injusticias sociales que corroen, la dureza, el anhelo de la muerte, la visión del día después de la hecatombe, la miseria humana, las epopeyas, genocidios, el ser en la urbe, la ira, el nihilismo, el veneno que respira, la acidez de los mensajes, la máquina en hermandad, la carne disfrutada o enfangada, el hedonismo, los estados alterados, el goce…

Todo eso y más en continua manifestación dentro del contexto cultural, multidisciplinario y difícilmente explicable sin la aplicación de términos que ubiquen, que hablen de su impacto e influencia. Arte posindustrial, hábil, desparpajado, cínico, elegante a veces, teatral, mercantil o underground, juguetón, voluntarioso, sincrético…en definitiva, un conjunto de cualidades deliciosamente decadentes, muy acordes al espíritu de una época finisecular.

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