PHIL SPECTOR
MINOTAURO ATRAPASUEÑOS
Por SERGIO MONSALVO C.
–¿Quién la asesinó?— Preguntó la abogada.
–Mi fama-– Respondió Phil.
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Phil Spector, el más legendario de los productores musicales en la historia de la música; cuyo nombre es sinónimo de genialidad en ese rubro; el que produjo discos míticos como el de las Ronettes, el Christmas Gift For You, el Death of a Ladie’s Man, de Leonard Cohen, el End of the Century de los Ramones o el Let it Be de los Beatles, fue procesado hace un lustro por asesinato. Hoy escancia los días esperando a que pasen los 19 años a los que fue condenado. El 26 de diciembre cumplirá 75 años de edad.
La fama, fue el argumento en la defensa de su caso. La de excéntrico –por el uso de pelucas y vestimenta estrafalaria–; la del magalómano que puso al productor en el mismo nivel que el del artista; la de aficionado a las armas y su tendencia a amedrentar con ellas, a lo que habría que añadir sus supuestos problemas mentales –“trastornos bipolares” según sus propias palabras –. Un loco, en la imaginería del vulgo.
Tal fama, explotada por años por las publicaciones escandalosas, nutrió siempre la personalidad pública de Spector. Lo retrataron como paranoico, antisocial o fantasma vivente. Tuvo que encerrarse por años en su casa-fortaleza en Alhambra (California) para preservarse como Minotauro.
No hubo forma. Era uno de los tocados por Fama, aquella criatura alada de las mitologías griega y romana que cumplía con rapidez inaudita su misión, como mensajera de Zeus: extender los rumores y los hechos de los hombres, sin importarle si éstos eran ciertos o no, justos o negativos. Tenía el poder de hacer grande lo pequeño y viceversa Por eso mismo la detestaban en el Olimpo y los hombres la veneraban. Hoy su poder sigue siendo el mismo y a veces ni los tribunales pueden proteger de ella.
“Mi fama”, arguye el personaje de Phil Spector (en la película que habla del hecho), como respuesta a la pregunta de si él había matado a esa mujer (la actriz Lana Clarkson). Con ello dice que a quién se juzga no es a él, sino a su imagen: “A la gente los medios le enseñaron a pensar que yo era un monstruo o algo así. […] Lo entiendo, eso se llama resentimiento por mi éxito y riqueza. Quieren que pague por las faltas de otros”.
Pero en el otro lado de la moneda está el Phil Spector luminoso, el mimado por la genialidad. El que lleva a lugares mágicos con su cancionero único y placentero, mezcla fascinante de euforia, inocencia y nostalgia atemporal.
Su obra permite al oyente descubrir a un productor que conocía los secretos del pop clásico de los cincuenta, gracias a su aprendizaje en el Brill Building neoyorquino. Spector aporta tales señas en cuidadas sinfonías, en pequeños adornos que serán decisivos en el terminado, pero sobre todo demuestra un conocimiento pleno del estudio de grabación en donde despliega toda su habilidad para captar la fogosidad de la música.
Lo impuso como el lugar para concretar todo el esplendor de las ideas sonoras (cuando las hay), ordenadas a base de horas y horas de trabajo, de sensibilidad sonora y desgaste en las relaciones personales con los intérpretes. Eso tuvo un nombre, clásico entre los conocedores de la música popular: The Wall of Sound (el muro de sonido, su criatura).
Él se encargaba de todo el proceso realizador, mientras llenaba el estudio de instrumentos que intentaba que sonaran a la vez: dos pianos, varias guitarras, un clavicordio… Grababa todo y regrababa. Era un obseso de la perfección hasta conseguir una ráfaga divina que distinguiera cada canción.
En aquellos primeros años sesenta, nada había sonado igual. Era una eclosión instrumental tan abrupta, tan exuberante, tan efusiva que impactaba por su gloria. La meta estética del productor era captar la magia del primer beso o de ese primer amor juvenil, tan ingenuo como cegador. Spector era un romántico. Pensaba que en una canción de menos tres minutos se podía plasmar ese sentimiento efímero pero inolvidable, atrapar su belleza. Y lo logró como nadie hasta entonces.
Spector era capaz de extraer toda la intensidad del sonido, creando canciones pletóricas, de un brillo deslumbrante hasta el último destello. El romanticismo antes de ser corrompido por la realidad cotidiana. Para ello, se basaba en ese muro de sonido, donde todos los instrumentos entraban en una toma, eclosionando en los oídos como algo inédito, para hablar del amor y esas minucias que inquietan a los espíritus adolescentes.
Su obra, en general, es un objeto de estudio. Un trabajo que contiene tantos conceptos, tanta ambición sonora que en su momento llevó a los Beatles, a los Beach Boys y a tantos otros después, a adoptar el estudio de grabación como un verdadero atrapador de sueños en el que se podía apresar a la belleza. Una osadía, en su caso, que al final sería castigada por los dioses.
¡Crash…Tuumm…Crash! El ruido de las rejas al abrirse o cerrarse aún lo afectan como el primer día. El eco permanece por algunos instantes en su cabeza. El eco, ese fenómeno físico que él usó tan bien en sus momentos de gloria. Ahora es diferente, ahora lo distrae de sus propios pensamientos. No, pensamientos no, más bien pesadillas despiertas. Presiente que lo quieren matar. Y no tiene ninguna de sus armas tan queridas, ni entre su ropa ni debajo de la almohada. Han desaparecido, como muchas otras cosas.
Ahora solo las reconoce en el uniforme de los guardias. Uno de ellos ha apretado los botones exteriores de la celda para entrar. “¡Feliz Navidad, Philly!”–le dice socarronamente subrayando el diminutivo–. “Otro de los distinguidos personajes que se hospedan en este lujoso penal te manda un mensaje y que, por favor, tengas a bien contestarle a la brevedad posible, si no te es inconveniente”. Le entrega el papel, previamente revisado. Las palabras poco a poco entran en su nebulosa mente donde ya dos cuestiones tienen cabida: es Navidad y alguien le solicita una entrevista.
Acuden a su memoria las imágenes curiosamente claras de la época: aquel hit de las Crystals en las listas de popularidad, lo cual significó un triunfo personal; pero, sobre todo, recuerda las de aquellos con los que compartió los meses finales de 1963, cuando preparaba un álbum completo dedicado a esta temporada del año: Darlene Love, las Ronettes, los Blue Jeans… Sonríe.
Aquel disco fue una absoluta satisfacción para él. Un éxito instantáneo. Con él se solidificó la leyenda del Muro de Sonido y la de su prestigio como productor. Sí, disfrutó de aquello. Lástima que el asesinato de John F. Kennedy le haya ensombrecido los festejos a su catapultada fama.
Maldito Kennedy, ¿por qué tuvo que dejarse matar en Texas, acaso no sabía que ahí hasta los animales van armados y que no le iban a soportar ser “amigo” de los niggers, transigir con los commys o ser egresado de la Ivy League? ¡Bah! Le restó brillo a su gran triunfo en ese momento y nunca se lo perdonaría. Se había pasado meses dispuesto a demostrar que hay música navideña más allá de los insufribles cánticos cursis de siempre (“esos que te asaltan a traición cuando entras en cualquier tienda”, se dijo).
Así que se puso a seleccionar la música y a producir unos cuantos temas navideños tradicionales, dotando a las composiciones de su sonido para grabar el mejor disco navideño de la historia: A Christmas Gift for You. Con él modernizó la historia del villancico anglosajón (con un soul fresco, de orígenes doowop; con inquietudes y emociones juveniles y con una música muy particular: el pop barroco) y con él, no sólo toda la esencia de una década sino también la de un sentimiento.
Compuso canciones para la ocasión y demostró así que era posible mantener el espíritu navideño sin anquilosamientos; además, llevó a su pináculo la técnica monoaural y selló en la psique popular de todo el mundo un sonido que sería característico de la primera mitad de aquella década. Por eso es un clásico con todas las de la ley, por eso el desfile de artistas durante los siguientes años para que les produjera sus materiales, Beatles incluidos.
Calor de Pascua con múltiples pistas de acompañamiento superpuestas para abrumar al oyente, el genuino sonido spectoriano. Cabe destacar la selecta y profesional orquesta que acompaña a los artistas seleccionados, formada por: Jack Nitsche, Sonny Bono y Frank Capp en la percusión, Louis Blackburn con el corno, Leon Russell en el piano y Steve Douglas en el sax, entre otros.
En el álbum hay lugar tanto para la imaginación infantil, con “Frosty the Snowman” o “Rudolph the Red-Nosed Reindeer”, como para la vitamínica y sincera declaración de amor de “Christmas (Baby Please Come Home)”, con su fresca y pegadiza melodía. Sí, Phil firmó aquel disco inmortal.
Fue la parte luminosa de una carrera plena de éxitos, pero también de traspiés. Una que puso en su real perspectiva y diferencia el perfil del artista y el de la persona. Talento creador versus tiranía, paranoia, armamento, locura, sadismo, pelucas esperpénticas, crimen y castigo (una condena de casi 20 años): el lado oscuro de la escena. Ése que ahora –como tenebroso regalo navideño– lo puede poner frente a seres peores.
Ése que ahora en forma de solicitud de entrevista esconde el ofrecimiento de seguir produciendo, pero ya no a Darlene Love, a las Crystals, a las Ronnettes o a Bob B. Soxx, sino al ideólogo, a la mente maestra del asesinato en serie por antonomasia. El número uno del Hit Parade más bestial: Charles Manson. Notable y peligroso inquilino, con ínfulas musicales, de la misma penitenciaría a la que ahora pertenece, la Corcoran State Prison californiana.
No hay loco que coma lumbre, dice un dicho popular. Sin embargo, Phil Spector no es uno común. A punto de cumplir los 75 años se recarga en la pared de su celda y comienza a sopesar las posibilidades de empresa semejante como un regalo de Navidad. Fama revolotea a su alrededor para beneplácito de los hombres. Los dioses ya se la han cobrado.