SALIF KEITA
EL ARTISTA COMO PUENTE
Por SERGIO MONSALVO C.
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Los intérpretes de la música popular africana orientados hacia la world music y otras sonoridades alternativas, desde fines del siglo XX y proyectados hacia —por lo menos— las primeras décadas del XXI, han encontrado tres maneras de producir una forma artística contemporánea viable y en contacto con la población del mundo en general.
Esto ocurre por medio de su progresiva reafricanización, es decir, la dilución de las influencias internas en géneros que surgieron como imitación de los extranjeros; en segundo lugar, mediante el empleo creativo de la retroalimentación recibida del resto del mundo en forma de música de baile; y, finalmente, al continuar con la antigua tradición africana de la música de protesta.
Estas tres formas de identificación cultural, tamizadas por las sonoridades contemporáneas y de vanguardia, cobraron mayor importancia en los noventa y se han empleado de manera más consciente desde los años cero, debido al ánimo de reforzamiento de lo cultural que inundó a las nuevas naciones africanas independientes, así como a la búsqueda de las «raíces» africanas llevada a cabo por los artistas negros de América, principalmente por los afroamericanos de los Estados Unidos.
El proceso africano de transculturación del «ciclo atlántico» (ése que va incansable y de manera ininterrumpida del Continente Negro a América y de vuelta al primero, y que se enriquece en ambos sentidos a través de la historia), además de verse acompañado por la creación de una música standard, también encierra la influencia catalítica ejercida por la cultura importada al engendrar una fértil escena musical en cada región.
Aquí también entra en juego el factor geográfico cuando en un país africano se desarrolla un género de música popular a partir de la asimilación cultural, la cual a la postre se extiende por otras naciones del continente, dando a luz a variantes locales secundarias. El Congo-jazz de Zaire, por ejemplo, con sus influencias rumberas, se propagó en Tanzania, donde en años recientes se convirtió en el suahili jazz interpretado por Simba Wanyika, los Kinyonga Brothers y la Jamhuri Jazz Band, entre otros.
A fines del siglo XX, las principales razones de la preferencia selectiva africana por la música negra americana y viceversa fueron las similitudes en las experiencias sociohistóricas, expuestas ambas al dominio blanco, es decir, al colonialismo y a las leyes discriminatorias.
Los abanderados africanos en ese siglo, como Miriam Makeba, Hugh Masakela, Dudu Pukawana, Dollar Brand (Abdullah Ibrahim), Fela Kuti o Youssou N’Dour, por mencionar a unos cuantos, promovieron la creación de nuevos tipos musicales, producto de la tensión social que se vivía en sus localidades —debido en mucho a los primeros escarceos democráticos autónomos tras años de sujeción y dominio de potencias del extranjero—.
La tradición de protesta manifiesta en la música popular africana ha permeado, igualmente, a las nuevas generaciones como Langa Langa, un grupo zaiko del África Central que utiliza el fuerte sonido de las guitarras eléctricas para su jazz rock como foco de protesta juvenil, lo mismo que Les Têtes Brulées (Camerún) con el punk jazz, Simon Vinkenoog y Remko Campbert en el ragga jazz o la sudafricana Mzwakhe Mbuli en el cool jazz. El hiphop, el rap, el acid jazz, el drum and bass, el dub y demás posibilidades hacen brecha ya en la ruta tradicional del intercambio cultural, con vistas hacia su mayor desarrollo en el siglo XXI.
Ya entrados en el siglo XXI, como estandarte de tal situación y como ejemplo de lo anterior está Salif Keita cuya trayectoria discográfica y álbum más reciente, Talé, constituye una obra de validez general extraída de la cultura africana musulmana (Keita es un hombre albino negro que, además, ha tenido que pasar por el rechazo en varios países del continente).
Con base en melodías y ritmos tradicionales de mandingo, el disco extiende un paisaje sonoro único gracias a la excelente producción del francés Yann Ollivier. De tal forma, al lado del instrumento denominado kamélé n’goni y de los sólidos riffs del Djéli n’goni, el arpa de la selva, también se escucha un melancólico acordeón o unos patrones sorprendentes en el darbuka.
Al igual que en otros discos anteriores del músico no se evitaron los sintetizadores ni las programaciones, dándole mayor riqueza a la música tradicional maliense. Así, también, ha quedado mucho espacio para las guitarras de intérpretes como Tibo Javoy y Djelimoussa Président.
Un momento conmovedor del álbum es la canción abridora “Da”, en donde la voz se manifiesta cristalina en las cuerdas vocales de Keita que recuerda a su admirada Cesaria Evora. No hace falta mucho para darse cuenta del gran parecido que existe entre el tono y el timbre de voz de estas dos estrellas de la world music contemporánea. Impresionan también sus duetos con gente como Bobby McFerrin y Esperanza Spalding.
Las grabaciones para el álbum tuvieron lugar en Francia, la patria adoptiva del músico oriundo de Mali. Sin embargo, los ensayos se llevaron a cabo en Bamako, la capital de Mali, en la que residen algunos miembros de su banda.
Salif Keita, a pesar de vivir en París, pasa mucho tiempo en Mali, y la razón de estos viajes es un magno proyecto que ha emprendido. La “moffou” —una pequeña flauta con la que los niños ahuyentan a los pájaros— le inspiró la creación de un centro cultural a la orilla de dicha capital: “Queremos fundar ahí una escuela de música en la que se pueda aprender a tocar los instrumentos tradicionales de las culturas mande”, ha declarado el cantante.
Como se ve, al crear estas mezclas de lo antiguo con nuevos conceptos musicales cargados de una inteligente conciencia sociohistórica, los africanos —como en el caso de Salif Keita— recuperan a su vez los recursos locales de los que disponen.
Esto ha conducido a la explosión del gran número de estilos mencionados, los cuales a la postre viajan hacia otras latitudes para repercutir en otras formas de musicalizar al jazz, el world beat y demás géneros contemporáneos que le colorean el mapa sonoro a la actualidad global en la que coexistimos los seres humanos.