DRIVE
AMAR EN EL SILENCIO
Por SERGIO MONSALVO C.
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Los mejores filmes siempre ofrecen diversas lecturas, perspectivas desde las que es factible extraer reflexiones acerca de cuestiones varias. Una de las tantas posibles para tal cinta es su mirada en relación con el amor.
Esta producción cinematográfica descubre nuevos tonos y ritmos para definirlo, tanto en sus imágenes como en su música. Eso es un gran logro poético. El siglo XXI es el de la electrónica. Las canciones y piezas que contiene muestran nuevas tonadas para expresar un dolorido y apasionado sentir.
Es decir, crean una estética sentimental que es al mismo tiempo ríspida y sutil. Un código diferente para expresar la pasión. La extrema relación de la trágica pareja estrena en sus canciones un colorido emocional que exalta el amor difícil, el de unos enamorados que son alejados cada vez que intentan acercarse en el marco de un mundo bárbaro.
Y esa lírica está reforzada con un refinado y sensual ambiente musical que termina por expresar una nueva sensibilidad. Es una lírica que brilla con fervor propio en el devenir de sus paisajes interiores. Con sus personajes de afectos rotos pero que aún se atreven a soñar dentro del espejo oscuro de lo que no se dice pero se percibe.
Las perturbadoras imágenes de Drive reúnen en una sola película el sabor del cine negro francés que capitaneó Jean-Pierre Melville en los años sesenta y los aromas del thriller estadounidense de los setenta y ochenta. Su hierático protagonista remite de modo inevitable al Alain Delon de El Samurai, por su sequedad narrativa o a las primeras obras de los mejores Walter Hill o Clint Eastwood.
Así, Drive se convierte en una obra esencial, en una narración, emotiva y absorbente, que abre nuevos caminos emocionales y visuales, acentuada por terribles explosiones de brutalidad.
Quien llevó todo esto a su cénit fue el danés Nicolas Winding Refn. Un director con capacidad para crear expectación en la cinefilia con gusto (ahí están la trilogía Pusher, Bronson y Valhalla Rising, como otras muestras). Con Drive apasiona por su puesta en escena del desventurado relato del conductor solitario y enigmático que se enfrenta al mal para proteger a la mujer que ama, sabiendo que las posibilidades de lograrlo son elusivas.
La forma en que este estilista cuenta la dura, triste y romántica historia es deslumbrante y no sólo por la plasticidad de sus imágenes. Sino que también está al servicio de personajes tan creíbles como inquietantes, con diálogos que funcionan.
Muestra, asimismo, una violencia con sentido y combina con armonía el intimismo y la acción. Es una película que por todo ello posee mucho encanto. Pero lo que la sublima y convierte en arte mayor es el uso seductor de la música sobre el silencio.
En nuestra vida cotidiana, y aunque resulte obvio decirlo, es difícilmente contestable la certidumbre de que el complemento sonoro del amor es la música. En el cine desde que éste comenzó, y no había aprendido a utilizar el sonido, las pianolas o las orquestas ilustraban o subrayaban en vivo, en la misma sala, cuando aquél estaba brotando en la pantalla.
Siempre ha recurrido a la música para que exprese, traduzca, exalte, aclare o matice lo que le está ocurriendo a los sentimientos. En este caso, si busco algunos de los momentos en la historia del cine que inapelablemente me remitan a anécdotas semejantes descubro que todas ellas son grandes clásicos y a todas las acompaña una gran música. Valgan algunos ejemplos:
Martin Scorsese tuvo el inmenso acierto de que Bernard Herman accediera a componer su última e impresionante banda sonora para Taxi Driver. La soledad y la paranoia de Travis Bickle (el protagonista), la noche más amenazante de Nueva York, la lava en erupción de un cerebro y un corazón enfermos, está descrita con genialidad por esa música.
Igualmente, las chequeras de los productores, el capricho, la necesidad o la obstinación de algunos directores como Louis Malle, consiguieron que deidades del jazz dispusieran su sensibilidad y su talento en determinadas películas como L’Ascenseur pour l’Echafaud(Ascensor para el cadalso, en español), una intriga más que correcta, pero el soundtrack que le regaló Miles Davis mantendrá eternamente su condición de obra de arte.
Y, por supuesto, Bullit de Peter Yates (con Steve McQuinn como protagonista), en donde el manejo del auto, la agresividad, las persecusiones y la flor del amor tienen que convivir en un filme legendario y existencialista, donde la música compuesta por Lalo Schifrin, con alardes de jazz, metal y percusiones, nos señala las turbulencias emocionales en una ciudad de altibajos como San Francisco.
En Drive, Nicolas Winding tuvo el gran tino de optar por el compositor Cliff Martinez para elaborar la mayor parte de la banda sonora de la película. Ésta, sin embargo, abre con un tema de Kavinski (músico representante del house francés y cuyo nombre verdadero es Vincent Belorgey) que marca el leitmotiv sonoro del resto del filme: “Night Call”. Propiciando así una obra hipermoderna que echa mano de las reminiscencias del electro-pop que acompañó la cinematografía de los años ochenta.
Cliff Martinez es un músico y compositor neoyorquino de larga trayectoria.
Durante la misma ha pasado por las ilustres huestes del Capitán Beefheart, The Dickies, The Weirdos, Lydia Lunch y los Red Hot Chili Peppers. Bagaje que, para acabar de impresionar más, se acompaña de la elaboración de otros célebres soundtracks: Sexo, Mentiras y videos, Traffic o Solaris, por mencionar algunos.
Debido a él, Drive cuenta con una de esas bandas sonoras indisociables de su guión y de su fotografía. Si los créditos de la película aparecen en un rosa neón con aire indiscutiblemente ochentero, su música insiste en esos parámetros, usando como base sintetizadores de la época. La clave de su éxito es que el filme al no abusar de las persecuciones para centrarse en una historia de amor y soledad contada en silencio; la música no acelera tampoco sus bpm para mostrar por el contrario una épica controlada.
No es lo habitual que un artista de pop electrónico (o de “electrónica” a secas, como él mismo se define a veces) realice soundtracks conceptuales, con canciones que recorren paso a paso toda la historia. Con ello puede haber marcado un antes y un después en el cine y seguro también en la música: en ciertos territorios de la electrónica se puede hablar ya de un post-Drive.
La construcción de la atmósfera, la instalación de lo emocional en el silencio, la forma de conseguir (por el establecimiento de los ritmos y los tonos) que las imágenes vayan más allá de una simple lectura dramatizada es un trabajo artístico muy difícil que merece una enorme admiración por su partitura muy bien modulada.
En la memoria siempre quedarán la cadencia de los emotivos silencios acompasadas por el goteo de la sangre y la mezcla de fluidez y densidad del relato que se expande en sus instantes de suprema e inesperada poesía en un casi western. Con la imagen del futuro herido e incierto en el horizonte oscuro, con todo lo que representa como metáfora.
Ésta siempre irá acompañada de tal música en la imaginación, de la música que el director escogió de un compositor cuyo talento ha superado los límites del género e introducido referencias nuevas en él. Tanto Nicolas Winding como Cliff Martinez aportan a este adagio elementos como la evolución, los acentos trágicos, la melancolía, redefiniciones de formas de sentir y, sobre todo, la maestría para irradiar otra manera de ver al naciente siglo, muy joven aún.