RODAR, VIVIR Y MIRAR

(¿O NO, JULIO TORRI?)

Por SERGIO MONSALVO C.

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La bicicleta es uno de los transportes más antiguos en el mundo. Hay testimonios de su uso que se remontan hasta la antigüedad egipcia, china e india. Su desarrollo ha sido ininterrumpido y cada día hay modernidades que se le agregan a su diseño. Sin embargo, fue el italiano Leonardo da Vinci quien preludió en sus bocetos el aparato de la actualidad

El modelo contemporáneo, del artilugio con rayos y todo lo demás, tiene más de cien años y se sabe que hoy existen más de mil millones de bicicletas en el planeta, aproximadamente. Los chinos y los holandeses son quienes más las usan.

De los segundos (los holandeses), se sabe que más de un millón de ejemplares de tal instrumento mecánico, más o menos, se desplazan por Ámsterdam, tan sólo. Prácticamente cada habitante tiene una y los turistas enseguida de llegar alquilan una.

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La bicicleta es el transporte ideal para la ciudad. No hace ruido, no se embotella, no contamina, ocupa un espacio reducido y crea un mercado muy particular (por sus diseños originales o colectivos; por sus variopintos enseres, y por la industria que crea su mantenimiento y su expansión como ocio dinámico).

Con ella se va a trabajar, a la escuela, de compras, al café, a la disco, al bar, de paseo, para hacer ejercicio o como trasporte de objetos diversos, etcétera. El tráfico está organizado a su favor con reglamentación y carriles especiales en las avenidas, calles y parques, con semáforos, señales, estacionamientos y rutas establecidas.

Pasear en ella es toda una experiencia. Es fácil, divertido, barato, va al ritmo de cada uno y de manera segura (con las debidas precauciones, claro).

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Por añadidura, ser ciclista en esta ciudad brinda, además de ventajas, muchos placeres. Uno de ellos es el de conocer sus recovecos. Y si es detrás del pedaleo de una suculenta lugareña tatuada, pues más.

Son raras aquellas jóvenes amsterdamesas que no porten sobre sí un tatuaje (entre los 16 y los 30 años: el 75%, según las estadísticas). La moda en el vestir ofrece además la posibilidad de mirar esta galería corporal ambulante en toda su extensión.

Las camisetas cortas, entalladas, y los pantalones bajos en la cadera amplían el campo del observador para admirar a plenitud la estética del tatoo. Los vientres planos o ligeramente curvos son fantásticos expositores en este sentido, así como los escotes, hombros, antebrazos, nucas, muslos y tobillos (entre lo visible). Sin embargo, también la espalda baja y el principio del coxis revelan auténticas maravillas para el estudioso.

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El escritor mexicano Julio Torri (nacido en Saltillo, Coahuila, en 1889 y fallecido en la Ciudad de México en 1970), gustador de los andares bicicleteros (tenía fama de ligarse, encima de tal artefacto, tanto a las ayudantes domésticas como a las secretarias taquimecanógrafas de los más diversos barrios de la capital en su época, a pesar de su proverbial timidez), se hubiera vuelto loco de la emoción ante este panorama general.

Este Doctor en Letras, maestro universitario, reconocido talento por su labor literaria(algunos títulos de sus obras son: Ensayos y Poemas, Romances viejos, De fusilamientos, Sentimientos y lugares comunes, La literatura española, Antología y Prosas dispersas), escribió poco debido a su exacerbado perfeccionismo y quienes lo conocieron agregan, además, que “era tan afecto a los placeres que se distraía con facilidad” (aunque también han debido reconocer las obsesiones a las que siempre les fue fiel: a las mujeres –como una veleidad de naturalista curioso– y la relación entre vida y arte; a sí mismo y a su estética).

Este narrador fino y delicado de principios del siglo XX elaboró una obra corta pero llena de fulgores que “apuró con sabiduría su porción del tiempo”, según Alfonso Reyes. Dicha obra fue resultado de la curiosidad por el espectáculo de la vida: “Todos somos un hombre que vive y un hombre que mira”—escribió Torri—. Él, al que tanto le gustaba deambular sobre la entonces novedad modernista de las dos ruedas, con la intención de observar a las mujeres que veía por las calles de su época (como haría también el uruguayo Horacio Quiroga quien ex profeso viajó a París para hacerlo), sería el acompañante perfecto para dialogar con respecto a lo que ante nuestra vista se presenta en los citadinos rumbos de la antigua Mokum (el cariñoso y añejo apelativo de la capital neerlandesa).

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El lugar para iniciar la aventura puede ser cualquiera, por fortuna las féminas siempre están ahí, en un ir y venir constante. Así que se trepa uno a la bicicleta en Koeningsplein (un lugar clave en el corazón de la ciudad), por ejemplo, y se sigue al primer exquisito trasero vislumbrado sobre tal armatoste.

Habrá que pedalear acompasadamente para ajustarse al ritmo de esos glúteos frescos y portentosos. Y ahí, sin empacho alguno, estará el tatuaje mi querido Julio, justo en medio, arribita de las nalgas(la famosa tramp stamp). Así que tras él para que nos hable sobre su portadora, del hoy y su poesía.

Tras ese filón elegido que te convierte gustoso en explorador de lo mismo que buscabas en tus textos: la brevedad de un glorioso instante, la creación de una imagen contemplada desde todas sus aristas. Porque la poética de lo cotidiano es un asunto del cuerpo, ¿no es verdad?

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Por eso a lo largo de la historia se ha usado al cuerpo como receptáculo y se le transforma de acuerdo a las voluptuosidades de la fantasía o la moda. Una señal cualquiera en él puede agregar elementos intemperantes, modificar su atmósfera y resultar sugerente.

Es una disposición intelectual distinta, una manera diferente de ver y vivir el mundo. La de un observador con elecciones especiales, ¿no Don Julio?.

El tatuaje por eso mismo es un dibujo sagrado en la piel. Es la evidencia perdurable de una experiencia vital (aunque si se trata sólo de un capricho de la moda será una marca fugaz a la que se buscará eliminar con el tiempo; lo sagrado del recuerdo será borrado como una banalidad y el cuerpo quedará herido por su trivial detentadora).

Ojalá no sea el caso de la muchacha que seguimos, estimado maestro, la cual por cierto se ha encargado de enseñarnos también una parte de la ciudad que destaca por su belleza: la Reguliersgracht. Con sus famosos siete puentes, arquitectura de mediados de 1600 y casas que llaman la atención por su diversidad o ciertas particularidades como la fachada de madera, la semejanza gemela en algunas de ellas o la inclinación debida al tiempo y al terreno pantanoso. Aquí fue donde también las mujeres ricas y aristócratas del siglo XVII iniciaron la moda del tatuaje en Europa, como atrevimiento exótico.

Nuestra guía involuntaria ha pasado asimismo por el que se supone un buen restaurante de comida mexicana por esta zona y a ti, goloso Julio, se te antojaron unas enchiladas, con albur incluido y todo (así que, regresaremos al lugar tras la tremenda andanza y comprobaremos que efectivamente es comida mexicana y no tex-mex, lo mismo que sus precios: veintitrés euros y cincuenta centavos por un plato con dos enchiladas. Costos del Primer Mundo).

El tatuaje nos habló con ricura de la mujer y también nos dio la idea de deambular por esta urbe siguiendo al azar los tatuajes que se crucen en el camino, sin plan ni estrategia (“el gozo irresistible de perderse”, en tus palabras). A ver hasta dónde nos conduce un día completo de vouyerismo rampante. En el tiempo que nos ha tocado vivir, la poesía y su presencia habitual se ha manifestado con el grabado en la piel. En las mujeres resulta sensual y ahonda sus misterios, aunque no los haya.

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Mejoraría mucho en salud nuestra vida masculina si pedaleáramos más y si habláramos mayormente sobre las mujeres que vemos mientras lo hacemos. Es decir, puede que no exista una eminencia médica o científica que avale lo que acabo de decir, pero entre los demás estoy seguro que sí.

Una terapia sin sofisticaciones para volcar el interior personal sobre el soñado cuerpo de la otredad (de ellas, por supuesto) o como dirías tú: “Cosas que tienen un profundo atractivo, en el encantado ambiente de nuestro propio huerto”.

Toda acción requiere de un sonido, de un ritmo, que acompañe una aventura como ésta, y luego de pensarlo mucho creo que el adecuado sería el del jazz electrónico con su línea de bajo. Tiene que ver con el corazón y los latidos. Ya sean por el ejercicio, el balanceo o por el show que se nos presente por delante.

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Ámsterdam no es una selva, ni una jungla, como la mayoría de las capitales en el mundo. Sus dimensiones tienen qué ver con ello. Es más bien un parque escultórico por el cual transitar de manera dilatada y sin prisas y el sonido del bajo electrónico es inherente al goce de su atmósfera. Aunque parezca lo contrario como urbe nórdica.

Sí, es una ciudad epicúrea, verdaderamente sexy, si cabe el término. La arquitectura, el trazado de sus calles, los materiales y arena con el que están hechas lo es. El flujo del agua por sus canales también. Al igual que sus cafés y terrazas, sus restaurantes, tiendas y transportes públicos. El ambiente de todo ello lo forja su gente, con su diversidad y estética libérrima —la actualidad en el vestir y los usos que hacen de ella lo dicen todo—, con su delirante búsqueda del relax.

El tam tam amsterdamés tiene su propia síncopa. Y ésta es femenina en definitiva. Lo disuelve a uno en su interior con distintas claves y grados, según la etnia a la que se le sigan los pasos. La ciudad tiene un compás cadencioso y dentro de él se insertan los de ellas. Es como un buen bajista que sabe que siempre hay que proteger la rítmica común, tener un compás interior, cuidar del curso que la música sigue. Y la manera de protegerlo, de cuidarlo, es intercalar los otros compases en el suyo. Son las minucias que provocan un sentimiento extra. Este sentimiento es el que fundamenta el manifiesto colectivo.

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Por eso es una maravilla que esta urbe contenga tantos estilos, sabe cómo cuidarlos (dándoles libertad) para que desplieguen todos los manjares de que disponen: las mujeres negras (africanas o caribeñas), con sus labios llenos, piernas tremendas, pechos opulentos y culos protuberantes para hincarles el emocionado diente de la pupila.

Las asiáticas del Lejano Oriente (chinas, filipinas, tailandesas, coreanas, vietnamitas) y sus andares livianos, arropadados por la levedad de sus miradas y una sabiduría legendaria dibujada en el movimiento del cuerpo y sus significados, que a veces dejan avisorar por el rabillo del ojo para el regodeo fetichista.

Las latinas y sus matices acanelados y el bamboleo voluptuoso de sus caderas, que invitan a la aventura por el Nuevo Mundo como polizones (encajosos) en las naves de la reina Isabel, por decir algo.

Las asiáticas del Oriente Medio, con esos ojos de fábula o cuento de las Mil y una noches y talles que guardan el enigma aún bajo los tradicionales velos y esos integrados pantalones Gucci o Prada o lo que sea, que parecen pintados sobre la piel más que puestos sobre ella o tras telas recatadas que piden a gritos mostrar sus riquezas encaramadas en tacones Prada o Gucci o lo que sea.

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Y las oriundas hijas de Rembrandt de belleza inconmensurable, cutis de melocotón, senos henchidos, risueños, juveniles, tanto como sus cinturas, piernas torneadas con ávida fantasía y traseros firmes que se pasean orgullosos con la luminosidad de Van Gogh y la chispa de Rietveld.

¡Ay, querido Julio Torri, qué grato ser público de imágenes que se mueven al ritmo delicioso del pedaleo! Abren con la fuerza de su tracción un concepto de adoración anatómica que mantiene latentes los guiños, las miradas directas sobre el abecedario de la piel y el íntimo aspecto del sueño libertino. Las figuras que van delante de nosotros son cuerpos que pertenecen al mundo, a la idealización fomentada por los sentidos.

Su aparición en cualquier straat, crucero, bulevar, camino, puente, jardín, parque, es una recompensa que cuenta con la facultad de proyectarla más allá del instante artificioso (en  dicho aparato se solaza y se sueña). Son festines que hacen la felicidad de un sencillo ciclista urbano, cual dádivas ambrosianas que la diosa Generosidad pone a nuestro alcance todos los días…¡Yummi, yummi!

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